Los jueces, esos controladores
Enrique Tomás Bianchi Para LA NACION
El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente" (Lord Acton). Esta es una de las razones por las que, en lo que denominamos Occidente, se procura que la actividad de los poderes políticos, que son los creadores de normas (leyes, decretos, ordenanzas, etc.) pueda ser, en alguna medida, controlada por lo que genéricamente denominaremos "jueces", al sólo y único efecto de evitar que aquellas normas puedan estar en contra de la ley de leyes (la Constitución). Si así sucediera, las normas "inferiores" -que resultan contrarias a la Constitución- serán declaradas inválidas o inaplicables.
Se prefiere que el que ha creado la norma (Poder Ejecutivo o Legislativo) no sea el "último juez" de la constitucionalidad del producto que ha engendrado (no se confía solamente en el autocontrol del creador), sino que se difiere a un poder "externo" la posibilidad de ejercer -en determinadas circunstancias- ese contralor. Es el llamado "control de constitucionalidad". A veces, esa facultad les es reconocida a todos los jueces (sistemas norteamericano y argentino). Otras, a un órgano especial (un tribunal constitucional, por ejemplo): es lo que sucede en algunos países europeos.
Este sistema ha demostrado tener sus ventajas y está en las antípodas de aquellos otros en los cuales todas las competencias están concentradas en una persona, poder, órgano o partido. En todo caso, es el sistema que nuestra Constitución consagra.
Tiene, sin embargo, sus puntos opinables. En efecto: se señala que es paradojal que un pequeño número de jueces -que no son elegidos directamente por el pueblo y que, en algunos países, son inamovibles- puedan prevalecer sobre la voluntad de aquellos poderes (Ejecutivo y Legislativo) que sí están periódicamente sometidos al escrutinio popular. Existe una cierta tensión entre el principio democrático y la capacidad judicial de declarar inconstitucionales las normas emanadas de los otros poderes. Se suele denominar a esta objeción la "dificultad contramayoritaria".
En lo personal, no soy totalmente insensible a ese tipo de críticas. En una nota que publiqué hace tiempo en esta misma página ("El derecho, ¿quién nos dice lo que es?", del 10-03-2003), decía, refiriéndome al sistema del control judicial: "Este sistema funciona bien en temas de complejidad técnico-jurídica (o fáctica). Pero hay casos -algunos de los constitucionales- en los que lo esencial es lo valorativo. Interesan las concepciones que se tienen. De la vida (aborto, anticoncepción, eutanasia); de la sociedad (Estado mínimo o intervencionista); de la moral y buenas costumbres (enfoque laxo o rígido), para citar algunos ejemplos. Allí los fallos traducirán, inevitablemente, los valores a los que los jueces adhieren (aunque ellos se empeñen en adscribirlos a la Constitución Nacional). Al ser tan pocos los que deciden, esto suena casi aristocrático."
Reconozco que me atrae el pensamiento del jurista norteamericano John H. Ely, que, en su obra Democracy and Distrust , intenta dar respuesta a la "dificultad contramayoritaria". Para él, el control de constitucionalidad convierte a los jueces en árbitros que pueden -y deben- intervenir para asegurar el buen funcionamiento del sistema constitucional, manteniendo abiertos los canales para que todos participen en la democracia. Los jueces vigilan para que las reglas del juego republicano y democrático sean respetadas. No les compete, en cambio, definir cuáles son los "valores sustantivos" que deben privar. Utilizando el ejemplo deportivo: no les corresponde decir qué valor (o equipo) debe ganar. Sólo controlan que el juego sea limpio. Es por eso que pueden penalizar infracciones. El equipo (o valor) que gane será determinado por la ciudadanía, ya sea directamente -es lo óptimo- o a través de los poderes que son más representativos.
Desde este enfoque, que un juez descalifique a un poder del Estado que invade el ámbito de competencias de otro poder del Estado (o de un individuo) es el ejercicio de su misión más específica, que es contribuir al mantenimiento de la arquitectura constitucional. Aunque a algunos les duela.
Está, en cambio, fuera de su competencia determinar si tal o cual política económica es buena o mala. Decidir eso nos compete a todos (o directamente o a través de aquellos a quienes votamos).
Esta perspectiva es tan opinable como cualquiera, pero tiene, al menos, la declarada intención de preservar los espacios de actuación de los distintos poderes estatales, sin interferencias indebidas.
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