Los judíos fascistas italianos
Ciertas desmesuras del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, traen a la memoria hechos que la humanidad aún hoy lamenta.
Las leyes de Nuremberg, una serie de disposiciones drásticas que inauguraron el antisemitismo institucionalizado en la Alemania de Hitler, fueron difundidas el 15 de septiembre de 1935. Fue el comienzo de una persecución y forzado exilio contra quienes se consideraban ciudadanos de largo arraigo germano. Las antiguas familias de los perseguidos habían arribado a territorio alemán hacia el siglo XI y provenían de Alsacia y Holanda. Las propuestas raciales fascistas, que incluían legislación y medidas administrativas, fueron promovidas por Benito Mussolini en Italia tres años después, el 18 de septiembre de 1938.
Por decisión del Duce se prohibía el matrimonio entre italianos y judíos, que los judíos emplearan a nacionales de "raza aria", que trabajaran en la administración pública, bancos o compañías de seguro, que ejercieran sus profesiones. Se vedaban la existencia de escuelas judías y el ingreso de los niños a escuelas públicas.
Dos años antes, en 1936, tras un acuerdo con el encargado de propaganda nazi, Joseph Goebbels, comenzó en Italia una campaña oficial de desprestigio de los judíos. Se habló de un "complot judío" para derrocar a Mussolini y de una conspiración "judeobolchevique". Cuando la policía apresó a un grupo antifascista en 1935 (Giustizia e Libertad), la prensa remarcó el origen judío de muchos de sus integrantes.
Los judíos estaban muy orgullosos de ser considerados italianos. La mayoría echaba raíces desde los tiempos del Imperio Romano o la Edad Media. Cruzando los Alpes y por mar, llegaron provenientes de Germania, Francia y España después de la resolución de los reyes católicos de desprenderse de ellos en 1492.
Ingresaron a los tiempos modernos dejando atrás el gueto y siguiendo el impulso doctrinario de la Revolución Francesa. Los republicanos que aprobaban la unificación del país, fragmentado por intereses monárquicos o de la Iglesia, tuvieron su adhesión. El Edicto de la Emancipación, de 1848, los consideró ciudadanos italianos. En 1870 llegaban a poco más de 35.000 y en 1930 representaban el 10% del profesorado universitario.
En 1938, más de 10.000 judíos italianos militaban, con portación de carné, en las filas del Partido Fascista. Uno de cada cuatro miembros de la comunidad vitoreaba al Duce, participaba de sus reuniones, coreaba las canciones, compartía los símbolos y las vestimentas. Por su apego a la identidad con el país se volcaron al nacionalismo extremo. Desde un comienzo, a Mussolini lo rodearon colaboradores judíos. Por ejemplo, Margheritta Sarfatti, hija de una rica familia veneciana. También Aldo Finzi, que se distinguió por su ferocidad en las represiones antifascistas. Carlos Foá, fisiólogo que moldeó las premisas del pensamiento totalitario.
Los nazis, como los fascistas, son producto, al igual que el bolcheviquismo, del desastre de la Primera Guerra Mundial, que trajo desórdenes revolucionarios, inconformismo, deseos de venganza, intolerancia, matanzas, odios manifiestos.
En toda esa locura, judíos italianos fascistas fueron un caso paradigmático de la negación de la realidad. No tenían en cuenta la alianza de Mussolini con Hitler ni las lealtades que eso determinaba. No vieron el peligro de persecución y muy pocos lo presagiaban. Estaba todo dicho desde que Hitler tomó el poder en 1933 y consagró sus premisas en las leyes raciales.
Con las disposiciones fascistas de 1938, una ola de depresión, dolor e incomprensión se apoderó de todos los judíos: sentían retrotraer sus vidas al medioevo. El coronel Segre hizo formar a su regimiento y delante de su gente se disparó un tiro en la cabeza. El general Ascoli hizo lo mismo en su casa. El editor Angelo Formiggiani se arrojó desde la torre de la catedral de Módena. Algunos decidieron elegir la religión católica. Y un pelotón de importantes nombres buscó la emigración en todas las direcciones del mundo.
En estos días tampoco se advierten los peligros. Si bien la carrera a la presidencia de Trump se ha llenado de obstáculos en las última semanas, casi todas sus propuestas tienen contenido racista y no se diferencian en lo esencial de las aplicadas en las leyes de la década del treinta. Robert Paxton, el más importante historiador norteamericano especialista en totalitarismos, ha definido a Trump como un fascista.
¿A quién representa Trump? A un electorado resentido contra las instituciones, frustrado ante la desigualdad, en gran parte fóbico ante el extranjero, que en el fondo descree de la democracia y de un nacionalismo desmadrado. Pulsiones similares a las que llevaron a otra desgracia, la Segunda Guerra Mundial.