Los jóvenes y el trabajo, ¿una pareja en problemas?
¿Se han debilitado las nociones del esfuerzo, la responsabilidad y el compromiso?; ¿o algo se ha resquebrajado porque un empleo ya no garantiza lo que garantizaba antes?
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¿Hay una generación que está reescribiendo la cultura del trabajo? ¿Se han debilitado las nociones del esfuerzo, la responsabilidad y el compromiso? ¿O hay algo que se ha resquebrajado porque un empleo ya no garantiza, en términos simbólicos ni materiales, lo que garantizaba antes?
Basta escuchar testimonios de la vida cotidiana para intuir que en los ámbitos laborales se ha producido, de hecho, la ruptura de un modelo tradicional para establecer otro en el que se busca un nuevo equilibrio entre obligación y disfrute. Sería simplista, y acaso apresurado, adjetivar una transformación que parecería tener aristas tan diversas como complejas. Hay un cambio cultural que les da mayor protagonismo a las ideas de bienestar, emocionalidad y flexibilidad. Hay también una crisis económica y social que hace que las nuevas generaciones no encuentren en el trabajo la seguridad y la perspectiva que encontraron sus abuelos o sus padres. La idea de “hacer carrera” dentro de una empresa o de una institución hoy parece asociada a un esquema rígido, por un lado, pero incierto por el otro. ¿Para qué?, se preguntan con fundamento las nuevas generaciones.
Lo cierto es que esta reconfiguración deriva en una suerte de choque cultural que provoca tensiones y desconcierto en el mundo del empleo. Los mayores de cincuenta suelen ver a los sub-30 como parte de una “generación de cristal”, con menos pasión por el trabajo, mayor fragilidad en el compromiso y alguna dificultad para lidiar con las frustraciones y los altibajos que implican las carreras de larga duración. “Hoy, a los chicos de 25 no les interesa ganarse un lugar ni ‘ponerse la camiseta’; al primer contratiempo dan un portazo y la incertidumbre no les provoca el vértigo que nos provocaba a nosotros; a los seis meses de empezar un trabajo, te dicen que se van tres semanas de viaje, y si no les das vacaciones, renuncian; un día te mandan un WhatsApp avisando que no vienen porque tienen terapia o que se quedan en la casa porque su pareja no se siente bien”. La caracterización parece caer en la trampa de la simplificación, y en el riesgo, además, de adjudicarle a toda una generación rasgos individuales y parciales. Lo que no se puede negar es que esa pincelada resulta familiar. Y que retrata, de algún modo, un fenómeno que está en el aire. A muchos comerciantes o pequeños empresarios les cuesta encontrar empleados, y mucho más difícil les resulta dotar a su estructura de personal de estabilidad y proyección de largo plazo. La nueva cultura del empleo parece asociada al concepto de “sociedad líquida” que desarrolló Zygmunt Bauman.
“A mí, un trabajo que no me ofrezca un esquema mixto entre presencial y home office, y que no me permita más de dos semanas de vacaciones por año no me cierra”. El testimonio pertenece a un joven que trabaja en informática, y aporta, de algún modo, la otra cara del fenómeno. Las nuevas generaciones valoran más su tiempo libre y aspiran a un modelo laboral de mayor flexibilidad. En algunas actividades, pueden darse el lujo de elegir y fijar las condiciones. El mercado laboral hoy atraviesa una crisis de recursos humanos. Hay una amplia franja de jóvenes de entre 21 y 35 años que están, directamente, excluidos del mercado y ni siquiera buscan un empleo formal. No completaron el secundario ni han incorporado hábitos indispensables para el mundo del trabajo. Representan, según distintos relevamientos, al menos un tercio de la población adulta de menos de 35 años. Hay otra franja, más difícil de cuantificar, que ve su futuro fuera del país, o que imagina una temporada acá y otra afuera.
Muchos son hijos de una sociedad fragmentada. En las capas medias y altas se crían en burbujas educativas y urbanísticas, con vínculos familiares que también se han reconfigurado y referencias de autoridad que, tanto en la escuela como en la comunidad, aparecen bastante desdibujadas. En los sectores más desfavorecidos, las nociones de orden y de rutina están prácticamente ausentes. Por una experiencia, o por la contraria, adaptarse a las normas y los formatos del mundo laboral suele ser dificultoso.
En la Argentina actual, un trabajo calificado, aun en puestos de jerarquía, no garantiza el acceso al crédito ni a una vivienda propia. Eso fomenta una cultura forjada en proyectos de corto alcance, que alienta la idea de vivir al día. Son rasgos que no encajan en los modelos de trabajo tradicionales, en los que el ascenso, escalón por escalón, era un eje vertebral, lo mismo que la hipoteca y el ahorro.
El acceso a la casa propia excede la dimensión de lo material. Se asocia a cuestiones tan de fondo como el arraigo y la independencia. También a las nociones de futuro y largo plazo. El joven que vive después de los 25 en la casa de sus padres tal vez tenga una perspectiva distinta en relación con el trabajo. Una situación habitacional transitoria también puede moldear de alguna forma el compromiso laboral.
Hay un dato que se integra a este paisaje: el trabajo de calidad en el sector privado ha retrocedido frente al crecimiento del empleo público, pero también frente a la consolidación de los planes sociales y de la economía informal. Es inevitable que esto gravite sobre la cultura del trabajo. El empleo estatal se ha degradado al punto de haber desvirtuado todo mecanismo de exigencia, presentismo y evaluación de resultados. Eso plantea un estándar que, en alguna medida, contamina a otras esferas laborales. Se crea una mentalidad de empleado público, alejada del compromiso, la eficiencia y el esfuerzo. Por supuesto, la generalización es injusta y arbitraria. Pero el poder ha incentivado estas distorsiones con un aumento indiscriminado de la burocracia pública y una desjerarquización de la carrera administrativa. Hay provincias donde acomodarse en el Estado es más tentador que trabajar.
Si tomamos distancia de la crisis y las deformaciones locales para ver el mapa global de las transformaciones culturales, aparecen nuevas ideas sobre el progreso personal y la movilidad laboral, así como un peso mucho menor de los mandatos sociales y familiares. Hoy se valoran más las experiencias vitales que las tenencias de determinados bienes. Es probable que, entre jóvenes de las clases medias urbanas, la mayoría valore más la posibilidad de viajar que la de comprarse un auto. Los objetos de estatus y de deseo han cambiado entre una generación y otra. La capacitación profesional se asocia también con formatos y modelos híbridos. La construcción de una carrera se asocia más a un recorrido multiplataforma y a una combinación de experiencias que a un circuito de ascensos dentro de una misma organización. Vivir en un lugar y trabajar en otro ya se ha convertido en una fórmula frecuente y accesible. La diversificación laboral es una característica de muchas profesiones, sobre todo las vinculadas al desarrollo tecnológico. La economía digital, con un menú cada vez más amplio de aplicaciones, introduce formatos laborales más flexibles, en los que la relación de dependencia pierde terreno frente al auge del emprendedorismo. Para los jóvenes, salir de un trabajo que no les gusta es más natural de lo que era para sus padres. Todo el tiempo se hace lugar a una pregunta que en el siglo pasado era casi tabú: ¿esto es realmente lo que quiero?
Entre los mayores de 50, el trabajo define la identidad de las personas. No se trabaja “en” un Banco; se “es” bancario. Puede parecer apenas una diferencia semántica, pero es mucho más que eso. Ser bancario, maestro o enfermero implica un orgullo por lo que se hace, un universo de pertenencia, una vocación y una carrera. Los millennials tal vez encuentran esa pertenencia y esa identidad en otros “mundos”, como el del activismo ambiental, el del proteccionismo animal o el de las producciones por YouTube.
Atravesamos una época de transición, muchas veces dominada por la frustración y el desencanto. Eso imprime en las nuevas generaciones cierto desapego por los modelos tradicionales. Las ideas de “pagar derecho de piso”, “aprovechar las oportunidades”, “trabajar duro para progresar” y “demostrar que podés” parecen definir un mundo en extinción. Hoy se imponen otras consignas: “haceles lugar a tus emociones”, “preguntate si vale la pena”, “no te ates a las cosas”, “animate a soltar y a salir de la zona de confort”. Con mayor o menor sofisticación, los discursos de la autopercepción y la autoayuda se han metido en el mundo laboral. Es cierto: se plantea el riesgo de la hipersensibilidad y el victimismo. Pero calificarlo como mejor o peor sería desentenderse de la complejidad de las cosas y de la profundidad multifacética que suelen tener estos cambios.
Si la de hoy es la “generación de cristal”, como la definió la filósofa española Montserrat Nebrera, tal vez podría calificarse a las anteriores como “generaciones de hierro”, en las que las opciones eran más rígidas, y las alternativas y los modelos no admitían discusión. Entre la fragilidad del cristal y la dureza del hierro tal vez haya una amalgama posible que combine fortaleza con sensibilidad, normas claras con modelos flexibles y compromiso con oportunidades. Con esa mixtura tal vez pueda construirse un puente generacional que haga lugar a “lo nuevo” sin renegar de “lo viejo”. Cada época debe encontrar sus respuestas.