Los jóvenes huyen en estampida del kirchnerismo
Cada generación educa a la siguiente”, decía Kant. Pero me temo que no se trataba de una sentencia obvia ni sencilla: esa clase de pedagogía tiene, en verdad, menos que ver con la cabal intención de transmitir los aciertos y experiencias positivas, que con la exhibición fatal e inconsciente de sus propios errores. Cada nueva generación se forja no en la didáctica de sus mayores sino precisamente en el cuestionamiento de sus mandatos y en la consecuente rebelión contra sus lógicas. Esta antigua regla de la naturaleza humana tiene sin embargo particularidades inquietantes en un país estragado por la mala praxis. El escritor y politólogo argentino José Natanson, director de Le Monde diplomatique y representante lúcido de un progresismo internacional que sin embargo ha cometido el pecado de apañar al nacionalismo de izquierda, acaba de producir un texto bisagra. Glosarlo críticamente resulta fundamental para dar cuenta de su novedad y relevancia; señalar ciertas omisiones y secuelas puede resultar útil y necesario.
Sugiere Natanson en su artículo de portada que el kirchnerismo logró hace quince años incorporar masivamente a los jóvenes por el simple método de presentarse como contrapoder. Con la curiosidad, dicho sea de paso, de que esa facción ya tenía entonces lo que sigue teniendo ahora: casi todas las palancas y las cajas de la burocracia estatal en todos sus niveles, los principales cargos institucionales, amplio dominio territorial y un control indiscutible de las áreas económicas, gremiales, políticas y hasta judiciales, algo que le hacía soñar de hecho con volverse un régimen hegemónico y eterno. Incluso gran parte del establishment de ayer y de siempre comía de la mano de este grupo feudal con retórica progresista, que en su paso por las poltronas amasó a su vez caudalosas fortunas personales. Los lobos con piel de cordero aseguraban igualmente (lo siguen haciendo) que el poder real estaba en otro lado, y que ellos lo combatían con épica contracultural: el mito de David contra Goliat siempre rinde. Al nutrido contingente de jóvenes militantes que, hechizados por esta ficción, llegaba a la política tres lustros atrás le aplicaban la misma medicina que habían utilizado para los movimientos de derechos humanos, las organizaciones sociales y hasta para el rock nacional: tomaban el fenómeno para “cooptarlo, relanzarlo y regularlo” (sic). Cita de inmediato Natanson a su némesis, Hernán Iglesias Illa, materia gris de Cambiemos y director de la no menos interesante revista Seúl: “Parecía haber un determinismo demográfico con efectos de largo plazo –escribió Iglesias Illa sobre aquella etapa–. A Cristina le nacían los votantes y a la oposición se le morían”. La gran paradoja que anuncia José Natanson es que el crecimiento de esa misma generación –hoy más veterana, ya sentada a la mesa de las grandes decisiones y responsable visible de la gestión total– no solo no ha conseguido obturar esta flamante hemorragia que lo aqueja, sino que por el contrario ha logrado acelerarla: los nuevos jóvenes se alejan en estampida del proyecto “nacional y popular”. Para estos veinteañeros, la juventud kirchnerista “es un dato del paisaje, un mueble que siempre estuvo ahí”, y por lo tanto, un factor esencial del “fracaso colectivo”. El peronismo ya no puede interpelar políticamente a los jóvenes, arriesga Natanson. Y da una explicación aguda acerca de este viraje: la revolución tecnológica ha tocado a los jóvenes de todos los estratos sociales; servicios de reparto y apps de transporte, empleos a comisión (telemarketing), pequeños emprendimientos comerciales a partir del marketing digital y las campañas en redes, especulación en criptomonedas, pequeñas empresas familiares, monetización de influencers y diferentes expresiones artísticas populares basadas en el talento individual y en el uso del teléfono, esa herramienta mágica que puede llevarte al éxito en casi cualquier ramo. “Se trata –añade el politólogo– de la búsqueda de ingresos por vías no tradicionales en un contexto de creciente digitalización de las relaciones sociales y laborales”. Esas iniciativas son sostenidas por ideas de libertad, pequeña propiedad, flexibilidad horaria, creatividad y emprendorismo. Y van, por lo tanto, contra la demonización de la meritocracia, el progreso y la superación personal; a esa población naciente el Estado no la protege, sino que la vampiriza y le pone trabas. Es la dinámica propia de esa novísima clase social lo que va induciendo un giro ultraliberal o libertario, y no la prédica de ningún líder ideológico. “¿Qué les dice el peronismo a los jóvenes que dedican sus horas a los mil rebusques del comercio electrónico? –inquiere el autor, poniendo el dedo en la llaga–. ¿Qué tiene para ofrecerle a un venezolano recién llegado que baja la aplicación de Uber y empieza a manejar? ¿Y a quien puso un pequeño negocio y le teme a la AFIP más que al Covid? ¿Cuál es su propuesta? ¿Que organicen una cooperativa, marchen a la Plaza de Mayo, formen un sindicato? ¿Qué joven sueña hoy con crear un sindicato?”.
En este dossier Le Monde diplomatique suma dos reveladores estudios que indagan las razones de por qué “el malestar y la rabia también parecen haber cambiado de signo”, y acerca de cómo Javier Milei “logra adhesiones entre los jóvenes con bajas calificaciones educativas y una inserción laboral precaria”. Esta producción periodística e intelectual, que posee tantos méritos, escamotea no obstante un asunto de fondo. No solo la cultura camporista se volvió rápidamente vieja por los avances tecnológicos globales y por las nuevas sociológicas resultantes, sino también por su modelo de estatismo con Estado fundido, su capitalismo de amigos, su inocultable megacorrupción, su ostensible imagen de renovada oligarquía con escalafón público y privilegios, su regulación asfixiante de la vida, su gendarmería discursiva y su multiplicación de cepos. La Argentina, como resultado de ese modelo, es una catástrofe: registra una las mayores inflaciones del planeta, un cincuenta por ciento de pobreza real, una inversión paupérrima, una recesión interminable y consecuencias extremadamente graves por su lumpenización: narco enquistado e indomable e inseguridad desbordada. Los jóvenes no buscan una salida por izquierda, porque asumen que la mentira es la verdad –los kirchneristas ya ocupan y bloquean ese flanco–, y huyen entonces en sentido contrario: no hacia el centro, sino a los márgenes más disruptivos de la derecha, allí donde tampoco se cree demasiado en las instituciones. El kirchnerismo, que manchó todas las causas nobles, también quemó la palabra “izquierda”, que quedó cristalizada como la gran culpable de estas dos décadas perdidas. Ya no resulta tan asombroso que este sector social ascendente, que no se encuadra ni se mueve como manada, y que encarna un “anarcocapitalismo”, defina en parte las cruciales elecciones de este año, y que lo haga quizá sin importarle un bledo que pueda fragmentar con su voto testimonial el campo republicano y volver así inesperadamente competitivo a un kirchnerismo en picada: gran favor a los mandarines a quien tanto detestan. También es impresionante verificar que cuando el revisionismo en términos conceptuales y como literatura de resistencia se convierte por fin en historia oficial, emerge con fuerza irrefrenable una nueva contrahistoria. Que la obsesión estatista engendra un furioso libre mercado, que las psicopatías colectivistas despiertan el individualismo, que la imposición hasta el extremo y el ridículo de lo “políticamente correcto” promueve una reacción tradicionalista, que la apología de la mano fofa conduce a una política de mano dura y que la malversación del vocablo “democracia” produce un peligroso desprecio por ella en esta dinámica pendular que adoptan las naciones polarizadas. Labra este “progresismo” autoritario y soberbio, con sus tics absurdos y su fracaso estrepitoso, el conservadurismo populista más áspero y duro: la izquierda engorda a la derecha, como en su momento el Consenso de Washington despertó al monstruo bolivariano.