Los jacobinos de la utopía regresiva
Necesitamos recuperar un liberalismo que incluya sus tres pilares históricos: que en un mismo territorio puedan convivir personas muy distintas, que haya plena autonomía del individuo en cuanto a su plan de vida y que exista libertad de mercado
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Como un inesperado acto de resistencia, como una metáfora de potente rebelión frente a una deriva que propone una amputación del ciudadano, desmantelando sus vetas espirituales y artísticas y limitando su quehacer a lo mercantil y rentable, en plena city financiera, sobre los escombros melancólicos del Banco de Italia y Río de la Plata, un empresario privado construyó un portentoso centro cultural.
Hace unos días, en una sala de ese centro vi la pieza teatral Ha muerto un puto, que aborda la vida desaforada del escritor Carlos Correas. En el otoño de este año, un jueves, el autor de esa obra se había hecho presente para consultar a Sebreli sobre su amistad con Correas. Aquella relación comenzó con una carta mecanografiada en letra violeta, fechada en 1952 y enviada por Correas a la redacción de la revista Sur. El texto comenzaba con un fundado temor: “No sé si esta carta llegará a sus manos. He buscado su nombre en la guía telefónica sin encontrarlo; pero tengo necesidad de escribirle”. Esta correspondencia es un hecho central de nuestra literatura.
La publicación en una revista universitaria de un cuento homoerótico, “La narración de la historia”, produjo un vuelco en la vida de Correas. A mediados de 1960 un fiscal ultramontano de la época, Guillermo de la Riestra, lo querelló por publicaciones obscenas. Primaba la moralina, una homofobia más o menos explícita, grajeas de intolerancia. El escarnio de aquel sonado juicio marcó a Correas para siempre. Dejó de escribir por mucho tiempo, se cuestionó todo, se entreveró con travestis y hasta formó una pareja heterosexual. Cuatro décadas después, en su departamento del barrio de Once, se cortó las venas y se tiró por el balcón.
Esta historia viene a cuento porque en la Argentina actual, en nombre del combate al kirchnerismo, que ciertamente fue una larga pesadilla, hay en curso una utopía regresiva de vastos alcances. Esgrimen la consigna “Dios, patria y familia”; invocan a “las fuerzas del cielo” para cualquier cometido profano; mezclan sincréticamente los ritos judío y católico con unción medieval; miran con recelo a los grupos Lgtbq+; llaman “enfermos” a los gays; lanzan amenazas de muerte contra autores cuyas obras podrían tener –según un canon que recuerda a los censores de El nombre de la rosa– contenido sexualizante; amenazan con volver atrás con el matrimonio igualitario y el divorcio; se hacen las cruces frente al pelo teñido o las uñas pintadas de un muchacho inofensivo. ¡Cuánto falta para que, en busca de la fidelidad perdida, propongan la comercialización de cinturones de castidad, como en la España franquista! ¡Cuánto falta para que sugieran la “cura” de la homosexualidad con electroshocks!
El diálogo no sirve en cuestiones de fe. Por eso los pastores digitales libertarios hablan en sus misas laicas de “cambiar el sentido común”, como si pudieran aplicar una pedagogía ortopédica para disciplinar disidentes. Por eso cualquier divergencia es traición. Por eso sostienen que ninguna obstrucción los va a frenar y que no se puede gobernar con las manos atadas, como si no le estuvieran llamando “obstrucción” y “manos atadas” al mismísimo Estado de Derecho. No toleran tener que administrar la diversidad. No toleran el poder limitado. Pese a su retórica (“vengo a despertar leones”), en la praxis mileísta el individuo deja de ser soberano y entrega todo su poder al líder, que lo guía. Desde la tropa rasa, que recita frases cuyo sentido profundo no termina de captar, hasta los apóstoles áulicos que hablan desde el atril o en las redes, prefierenn evitar cualquier idea propia y se ciñen al libreto predeterminado, todo recuerda la estandarización del hombre-masa. El individuo, que en cualquier liberalismo riguroso sería el arquitecto de su futuro, en el mileísmo es un opaco engranaje de la tribu.
Dirán que todo esto es irrelevante comparado con la baja de la inflación, el ajuste fiscal y el equilibrio de las cuentas públicas. Falso: no es trivial porque constituye el núcleo último, la molécula del país que imaginamos: ¿queremos que nuestros ciudadanos sean burros de carga que pasan por la vida sin saber qué es una película, una novela o una obra de teatro, que solo ofrezcan su sagrada condición a una fría maquinaria productiva? ¿Queremos un país cuyos ciudadanos en sus horas libres solo tengan entretenimientos esterilizantes y represivos? ¿Pensamos una sociedad que repute “zurdos, ensobrados y vagos” a todos los artistas? ¿Pensamos una sociedad donde las diversidades sexuales sean caracterizadas como desviaciones y deban vivirse con vergüenza? ¿Queremos una sociedad en la que los relatos eróticos sean objeto de censura y sus autores escarnecidos, acusados de pervertir a la juventud?
Dirán que es esto o el kirchnerismo, que ya mostró las catastróficas consecuencias de sus políticas. Por algo el Presidente habla de plebiscito y no de elección. Han tenido cierto éxito en polarizar con Cristina Kirchner y volatilizar al resto de las fuerzas, dejando huérfano de representación a un tercio de la sociedad. Pero lo que no calculan es que la sola amenaza de una alternancia entre dos populismos impedirá que llegue alguna inversión que no sea brutalmente arrebatadora. Vendrán solo si les aseguran recuperar el capital en uno o dos años, vendrán si les dan totales exenciones impositivas, vendrán si les garantizan que el derecho laboral está derogado y los sindicalistas están convertidos en herbívoros animalitos domésticos. ¿Qué empresario shumpeteriano se arriesgaría en un país en el que descaradamente se acepta que condenados sean candidatos? ¿Por qué vendrían cuando ante cualquier conflicto deberían someterse a altos magistrados sospechados de corrupción?
El Presidente se ufana de que despidió a treinta y cinco mil empleados públicos y nadie parece reparar en que esa es una medida tanto o más populista que el despropósito de Kicillof cuando expropió YPF y nos dejó un juicio que inevitablemente debería pagarse a futuro. Huyen hacia adelante. Esos despidos, que suelen ser de empleados eficientes (mientras consensúan con los sindicatos no tocar a los verdaderos “ñoquis”), serán una futura fuente de desequilibrio fiscal: no bien esos trabajadores prueben que tenían muchos años de antigüedad y que el propio Estado nunca llamó a concurso para pasar a planta permanente, ganarán los juicios y habrá que pagar la cuenta del populismo de derecha. Que sea un populismo de la crueldad, según el cual los vampiros fiscalistas gozan viendo gente sufriendo, no lo hace menos populismo que el de Kicillof.
Populismo no es únicamente dar dádivas con dinero ajeno, como ha hecho toda la vida el peronismo, hundiéndonos. Populismo es también entregar compensaciones simbólicas cuando estas son demandas insatisfechas de ciertos sectores. Bukele es un populista de la mano dura. Trump o Le Pen son populistas de la xenofobia. Milei es un populista del ajuste: no importa que en el corazón de ese ajuste fermente un futuro monstruo, no importa que la inflación se baje con un manifiesto desequilibrio cambiario y déficit de infraestructura, que se pagarán más temprano que tarde. Milei es también, y centralmente, un populista de la utopía regresiva: encarna la revancha del machismo, de la homofobia, del autoritarismo, de los que piensan que el sexo es solo para la reproducción, de los que odian a los hippies y a los bohemios.
Necesitamos recuperar la utopía de un liberalismo que incluya sus tres pilares históricos: que en un mismo territorio puedan convivir personas muy distintas, que haya plena autonomía del individuo en cuanto a su plan de vida y, por fin, que exista libertad de mercado.