Los iraníes rechazan la teocracia en la que están sumergidos
Al finalizar 2017, los jóvenes iraníes salieron simultáneamente a las calles de más de ochenta ciudades del interior de su país, inesperadamente. Lo hicieron a lo largo de seis días seguidos, protestando encolerizados. A los gritos. Visiblemente cansados de la teocracia en la que viven al compás de las pautas sociales medioevales que les impone la oligarquía clerical que los conduce. Tanto ideológica, como económicamente. A punto tal, que se la califica de “cleptoteocracia”.
Concretamente disgustados con la inflación que destruye sistemáticamente sus ahorros, a un ritmo del 12% anual y con la tasa de desempleo, del 25% para todos y de casi el 40% para los más jóvenes. Lo que refleja un país sumamente rico en yacimientos y reservas de hidrocarburos, pero agobiado en la lucha de su gente por subsistir. Y preocupado porque no crece y luce sin futuro para muchos. Irán es, recordemos, un país muy joven. El 50% de su actual población tiene menos de 30 años.
Esta vez, a diferencia de lo sucedido en 2009 -cuando las protestas por el fraude electoral masivo con el que entonces se “confirmara” en la presidencia de Irán a Mahmoud Ahmadinejad - no hay líderes identificables detrás de los reclamos. Ni lugares en los que la protesta se concentre y sea especialmente preocupante.
Esa es, precisamente, la gran sorpresa. Los reproches abarcaron a todo el país, pero muy especialmente explotaron en el interior conservador de Irán, que hasta ahora había sido el principal respaldo de los clérigos y el centro de fácil reclutamiento de los contingentes de las principales fuerzas de seguridad.
Los insultos y las quejas de la gente apuntaron tanto al presidente reformista, Hassan Rouhani, como al hasta ahora intocable “Líder Supremo” religioso shiita, el Ayatollah Ali Khamenei. El hartazgo -y la bronca consiguiente- los incluyen ahora a ambos. Por esto los ataques a edificios públicos, bancos, instalaciones militares y hasta al seminario religioso de Takestán.
Los disturbios se concentraron fundamentalmente en torno a la bonita ciudad de Isfahan, la cuna mundial del polo, emplazada a unos trescientos kilómetros al sur de Teherán. E incluyeron, específicamente, el rechazo del gasto continuo en las operaciones militares iraníes en Siria, Líbano, Gaza y Yemen.
Los iraníes saben que, extrañamente, la oligarquía clerical los ha dotado de centrífugas, uranio enriquecido y misiles de mediano alcance. Y que ella apoya a Hezbollah, Bashar al-Assad, a los Houthis de Yemen. Saben también de las “bonyad”, esto es los conglomerados de empresas que han enriquecido inmensamente a los clérigos. Pero nada de esto los motiva. Su urgencia es vivir mejor. Ya mismo.
Quienes se apoderaran de las calles actuaron, a veces, con gran violencia. En la que fuera una dura expresión de cansancio moral generalizado. Maldecían al régimen, sin excepciones. Por esto, los dos líderes antes nombrados, pase lo que pase en adelante, pueden haber quedado heridos en su pretensión de legitimidad para conducir a Irán.
Lo que inicialmente comenzara como una protesta por el bajo nivel de vida al que los iraníes están sometidos y contra las subas repentinas de los precios de los alimentos, especialmente la del precio de los huevos, degeneró entonces en una suerte de desafiante y sonora rebelión. Contra el actual estado de cosas, en general. Incluyendo la ola de corrupción que afecta al opaco andar del régimen y de sus líderes, que parece haber infectado muy profundamente a la sociedad toda.
Las autoridades inmediatamente apuntaron a los enemigos “externos” como los presuntos responsables de haber promovido las protestas. Pero las propias calles y ciudades del país, abarrotadas de gente, los desmintieron fácilmente. La explosión, una mezcla de rabia y desencanto, ha sido notoriamente doméstica. Y no es exclusiva de la “clase media”. Por ende, los reclamos tienen esta vez una gran peligrosidad política, que no se ha disipado.
Quienes protestan saben bien que el riesgo real que corren es inmenso. Puesto que incluye hasta la pena de muerte, frente a cuya aplicación los clérigos no vacilan un instante. Como quedara claro en el 2009, cuya conmoción fuera sofocada con un saldo terrible: de unos 30.000 muertos o desaparecidos. De los que hasta ahora “no se hablaba”.
Ocurre asimismo que, en Irán, rebelarse contra los clérigos supone teóricamente rebelarse contra Dios. Un crimen que, para los gobernantes, es imperdonable y al que denominan “Moharebeh” (esto es: “Alzarse en guerra contra Dios”), aventura que se paga con la pena capital.
Irán, recordemos, es uno de los países del mundo en el que más personas mueren anualmente ejecutadas. Con frecuencia, en la horca. Públicamente.
Una nueva tormenta parecería cernirse sobre Irán. Ella no necesariamente será inmediata, ni derribará pronto al régimen que asfixia al milenario país de los persas. Pero la dictadura religiosa ha comenzado a temblar y a ser desafiada. Y ello es inocultable.
Mientras tanto, el régimen respondió a lo sucedido organizando las conocidas “contra-manifestaciones”. En las mismas calles que, apenas unas horas antes, habían sido testigos de las protestas contra los clérigos. Ellas tuvieron, como es habitual, una profusa cobertura por parte de la televisión oficial. Y fueron acompañadas de cientos de arrestos, principalmente de jóvenes.
Sobre Irán flota ahora un silencio espeso. Notorio. Una suerte de presagio de nuevas convulsiones por venir.