Los intelectuales y la discusión democrática
Siempre fueron una selecta minoría ilustrada. En líneas generales, y con las excepciones del caso, hoy no tienen el brillo cultural de otras épocas. Quizá fruto de la polarización política extrema que se observa en todas las latitudes, en las últimas décadas menguó su influencia en el debate público. El origen de esta elite se remonta a finales del siglo XIX. En 1894, el capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, alsaciano y de origen judío, fue arrestado bajo la acusación de haber entregado información secreta al agregado militar alemán en París. Pese a la endeblez de las pruebas en su contra, el Consejo de Guerra lo condenó a prisión perpetua, trasladándolo luego a la Isla del Diablo.
El 13 de enero de 1898, el diario L’Aurore publicó un célebre artículo del escritor Émile Zola. Se trató de un alegato a favor del detenido, en forma de carta abierta, dirigido al presidente de Francia. Georges Clemenceau, jefe de redacción y futuro primer ministro galo, tituló aquella proclama “¡Yo acuso...!”. Al día siguiente, el mismo medio dio a conocer el petitorio titulado “Una protesta”, firmado por personalidades de la cultura y científicos. Allí denunciaban la violación de las normas jurídicas en el proceso de 1894. Y solicitaban la revisión de lo actuado por la Justicia.
Otro capítulo de la historia lo narra Carlos Altamirano en el ensayo “Intelectuales: nacimiento y peripecia de un nombre”. En ese texto, publicado en 2013 en la revista Nueva Sociedad, el sociólogo recuerda: “A los pocos días de que se publicara la protesta, el 23 de enero y nuevamente en L’Aurore, Clemenceau hizo referencia a ella y a sus firmantes, ‘esos intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen inquebrantables’. El periodista anunciaba así que un nuevo actor colectivo había hecho su ingreso en la vida pública francesa”.
Desde entonces se ha escrito sobre esta tribu heterogénea. En su libro ¿Qué fue de los intelectuales?, el historiador italiano Enzo Traverso afirma: “El intelectual cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca la discordia, introduce un punto de vista crítico”. Sin embargo, este ejercicio de libre pensamiento y razonamiento meditado aparece eclipsado por el simplismo argumental y estridencia retórica del presente.
En la Argentina actual, mientras la medianía general de buena parte de la dirigencia gana terreno, aumenta la apatía ciudadana ante un futuro que presagia nuevos y mayores padecimientos económicos y sociales. En este marco, emergen líderes mesiánicos: figuras de temperamento alterado que, en nombre de la libertad y desde el interior del sistema político, cuestionan la legitimidad de las instituciones republicanas.
Frente a tal amenaza, los intelectuales perdieron centralidad e incidencia simbólica en la conciencia cívica de la sociedad. De igual manera, tal vez influidos por las posiciones tajantes que expresan el oficialismo y una parte de la oposición, muchos de ellos dejaron de lado la tarea creadora. Quizá por eso, en la esfera política abundan los análisis coyunturales, faltan ideas que escapen al cortoplacismo y no se vislumbran novedosas elaboraciones teóricas que permitan encarar los complejos años venideros.
En este punto, entonces, el antropólogo Régis Meyran describe los pasos a seguir. Al prologar el trabajo de Traverso, advierte: “Huérfanos de nuevas utopías, desconectados de los movimientos sociales de jóvenes que no los reconocen como portavoces, los intelectuales deben volver a definirse”. Por estos lares, emprender esa tarea puede contribuir ostensiblemente a elevar el pobre volumen global que, desde hace varios lustros, exhibe la discusión democrática.
Lic. Comunicación Social (UNLP)