Los igualadores de oficio
Las recientes declaraciones del diputado nacional Facundo Manes adolecen de la incoherencia de alguien que se asocia a personas que, según su mirada, son iguales a aquellas a las que (se presume) pretende que pierdan las elecciones. Graves por lo inexactas, inconsistentes por la posición de su autor, pero no raras en una época de igualadores de oficio. “De oficio” debido a su habitualidad, pero también “de oficio” en su sentido jurídico: por iniciativa propia, sin que alguien lo pida.
Existen varias clases de igualadores. Los más comunes son los mediocres; incapaces de sobresalir en acciones positivas, demasiado timoratos para desarrollar una estrategia destructiva, prefieren que todo se tiña de un gris que disimule su opacidad cromática.
Cerca de los mediocres figuran los vergonzantes, los que votan a los peores, a aquellos contra los que su propio entorno despotrica, pero que por alguna motivación oculta ellos los prefieren. Cuando uno escucha exclamar en una conversación política: “son todos iguales”, existe una probabilidad bastante alta de voto vergonzante.
Un tercer grupo de igualadores son los “políticamente correctos”, los que quieren aparentar ecuanimidad en el juicio y repiten: “a un lado y otro de la grieta” o frases parecidas, como si todo fuera lo mismo, como si diera igual apoyar las atrocidades del gobierno venezolano o no apoyarlas, saquear al país o no saquearlo, respetar la división de poderes o no respetarla.
Y, por último, están los autoritarios, los que igualan desde la cima del poder. Una mentalidad democrática distingue jerarquías en la vida pública o en la vida corporativa y las respeta, porque sabe que la naturaleza, los acuerdos contraídos y la ley están por encima de su propio criterio. Una mentalidad totalitaria iguala todo hacia abajo y se complace en alterar las jerarquías naturales o legales, pues considera que su voluntad es la única que cuenta.
Ningún individuo es igual a otro, ni entre los seres humanos ni en cualquiera de los reinos del mundo biológico. La inteligencia tiene la capacidad de distinguir grados y cualidades y de elegir con el objetivo de hacer mejor el mundo en el rincón que cada uno habita; elegir entre las posibilidades reales, no entre la realidad y una pretensión imaginaria. Nuestras prudentes elecciones diarias entre las opciones que se nos presentan a cada paso son las que determinan nuestro progreso y el progreso de la humanidad; no así nuestras omisiones y mucho menos la igualación forzosa.