Los hijos del miedo
Hay una generación marcada por el trauma de la inseguridad; su vida cotidiana, sus rasgos culturales, su sensibilidad social y su sentido del arraigo y la pertenencia, se configuran en torno al temor
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La imagen nos conmueve, y a la vez nos perturba. Un chico de 10 años se arrodilla frente a los delincuentes, pone las manos en alto, y les ruega que no maten a su padre, al que acaban de emboscar para robarle la camioneta. No es una escena cinematográfica sino el registro crudo de una cámara de seguridad en un barrio del conurbano. Ocurrió el miércoles 14 de febrero a las 19.20 en la calle Janer de Aldo Bonzi, en La Matanza.Y es una escena que expone mucho más que un drama individual. La silueta borrosa de ese chico aterrorizado es, en realidad, el símbolo de una tragedia social: nos muestra a una generación marcada por el trauma de la inseguridad. Su vida cotidiana, sus rasgos culturales, su sensibilidad social y hasta su sentido del arraigo y la pertenencia se configuran alrededor del miedo.
“Hizo lo que le enseñamos que debía hacer en una situación como esa”, contó la madre del chico en una declaración periodística. Son hijos que perciben la calle como un territorio peligroso y hostil, donde la delincuencia acecha y puede atacar en cualquier esquina. Los padres les enseñan cómo reaccionar: no te resistas, levantá las manos, entregá lo que tengas, hacé lo que te digan; no insultes ni te aferres a nada. En las ciudades del conurbano bonaerense, ya desde los seis o siete años los chicos incorporan ese protocolo. El peligro está alrededor de las escuelas, en los barrios, en las paradas de colectivos y a la salida de los clubes. En las zonas más vulnerables, que a alguien le saquen las zapatillas, el celular o la mochila es cosa de todos los días. Para la policía de Kicillof y Berni (que sigue manejando en las sombras, a pesar haber delegado el ministerio), ese despojo cotidiano no se computa en las estadísticas del delito. Son hechos por los que, muchas veces, ni siquiera se abre una causa penal.
En la provincia de Buenos Aires, según las últimas estadísticas de la Procuración de la Corte, se denuncian más de 700 robos o hurtos por día. Pero se calcula que detrás de esa cifra hay muchos otros que no llegan a una fiscalía y que, por lo tanto, no se reflejan en la estadística oficial. En 2022 (últimos datos disponibles) se denunciaron 946.510 delitos en la provincia, casi un 9 por ciento más que el año anterior. Son números fríos, pero detrás de las cifras hay millones de familias con angustia, dolor, terror e impotencia. Es un estado de ánimo que el poder bonaerense no registra: no hubo una sola declaración del gobernador sobre el caso de ese chico al que el delito puso de rodillas en el corazón del conurbano. Claro: una tragedia tapa a la otra. Todavía no se cumplió un mes, por ejemplo, del crimen de una mujer en Castelar, a la que mataron delante de su hija de 15 años para intentar robarle el auto. Y eso ocurrió tres días después del crimen de Uma, la niña de 9 años a la que mataron en Lomas de Zamora en un asalto a su padre, custodio de Patricia Bullrich.
Detrás de ese paisaje de muerte, anomia e inseguridad se consolida una sociedad cada vez más fragmentada. Los hijos del miedo tienden a encerrarse en burbujas urbanas, sociales y educativas. El barrio, la plaza y el club dejan de ser espacios de integración social para convertirse en territorios degradados donde se retroalimentan los circuitos de violencia y marginalidad. Lo mismo pasa con la escuela pública, que vertebró una sociedad más cohesionada y fue el ámbito natural de la integración social.
En los sectores medios, el miedo no solo refuerza los tabiques y la creación de “espacios seguros”. También fomenta la desconfianza social y demora la autonomía hasta muy entrada la adolescencia. Los padres no se animan a “soltar” a sus hijos; tienen temor a lo que pueda pasarles si vuelven solos del colegio, si toman un transporte público o si salen a andar en bicicleta o a hacer mandados por el barrio. Esas minucias de la vida cotidiana, que sin embargo son esenciales para forjar la independencia y para asumir responsabilidades en la primera juventud, tienden a desaparecer en la realidad que viven las nuevas generaciones. No solo se demora así la autonomía, sino que se limita mucho la interacción social. Los chicos de clase media viven cada vez más alejados de cualquier otro mundo que no sea el de su pequeña burbuja de pertenencia.
El temor genera repliegue y aislamiento. Potencia los rasgos de una generación que habita en una aldea digital, que tiende cada vez más a encapsularse en el teléfono y que desarrolla vínculos virtuales, pero no conoce a los vecinos de su propia cuadra.
La del chico arrodillado en Aldo Bonzi es una niñez y una adolescencia con libertades amputadas. Solo se sienten seguros cuando están encerrados. Y desarrollan un sentimiento de desconfianza y hasta de rechazo por lo que ocurre “del otro lado del muro”. De allí, probablemente, nace también una idea de desarraigo: son chicos que, en muchos casos, crecen con el proyecto de irse del país. Cuando se escucha a jóvenes que emigraron en los últimos cuatro años, la afirmación es repetida: “Acá podés caminar tranquilo por la calle”. Esa seguridad los conecta con un sentido distinto de libertad, de curiosidad, de exploración, que casi sin darse cuenta habían sacrificado en los suburbios de la Argentina.
Las secuelas sociales y culturales de la inseguridad no están suficientemente estudiadas. El problema tiende a verse como una sucesión interminable de tragedias familiares. Pero detrás de cada historia dramática hay una atmósfera colectiva que se torna irrespirable; hay una sociedad que desarrolla mecanismos defensivos y que tiende a poner su autopreservación por encima de su propia libertad.
El problema ha alcanzado tal magnitud que, paradójicamente, a veces nos cuesta ver sus consecuencias. Nos hemos acostumbrado a que los comerciantes del barrio atiendan detrás de una reja, a que los chicos no vayan solos ni a la esquina, a que la vida comunitaria se debilite por la degradación de los espacios de encuentro y de interacción. Hemos naturalizado el costo emocional, económico y social de la inseguridad que, en un proceso de agravamiento constante, cercena cada vez más libertades.
Los barrios cerrados empezaron por poner cercos perimetrales y sistemas de vigilancia privada. Pero muchos han desarrollado ahora mecanismos policíacos de control en sus portones de acceso. Ingresar como visita es casi tan trabajoso y traumático como atravesar un paso fronterizo o cumplir el protocolo migratorio en un aeropuerto internacional. Las medidas de seguridad se vuelven cada vez más invasivas y hasta avanzan con cierta prepotencia sobre las normas vigentes. ¿Puede un vigilador exigir documentación, revisar el interior de un vehículo y verificar el pago del seguro? La respuesta remite a zonas grises en las que se desenvuelven ejércitos cada vez más numerosos de agentes de seguridad privada, muchos en un marco de informalidad. Falta poco para que palpen de armas y obliguen a pasar las carteras y mochilas por un scanner.
Las sociedades con miedo tienden a sacrificar sus libertades y a vulnerar incluso determinadas garantías. Ocurrió en el mundo después de las Torres Gemelas, y de manera muy dramática con la pandemia del Covid. En la provincia de Buenos Aires, está ocurriendo por la inseguridad urbana.
Lo que antes ofrecían los alrededores de las ciudades y las barriadas de casas bajas, ahora se ha privatizado y desplazado a zonas cada vez más aisladas. Basta ver la expansión de las urbanizaciones cerradas en un tramo de la ruta 2, a 70 kilómetros de la capital federal y a 30 de la localidad más cercana. Las familias que buscan verde, tranquilidad y espacio para que los chicos jueguen al aire libre, abandonan las zonas residenciales del conurbano para encerrarse en countries a los que el Estado bonaerense discrimina impositivamente con ideologismo y prejuicio. Desde las torres de marfil de la política provincial, ese fenómeno se percibe como un lujo y no como la consecuencia de la deserción del Estado en materia de seguridad y servicios básicos.
Todo el tejido urbano tiende a deformarse. Los servicios se encarecen, la seguridad se privatiza y la sociedad profundiza un esquema de fragmentación y aislamiento. Una generación crece atemorizada, y eso la lleva a recluirse.
Un profesor de escuelas secundarias bonaerenses ha hecho una aguda observación: “a los chicos les cuesta mirar a los ojos. Manejan una gestualidad evasiva y desconfiada; están más acostumbrados a clavar la vista en el celular que a mirar lo que los rodea”. Tiene que ver, seguramente, con un complejo entramado sociocultural en el que la inseguridad no es el único factor. Pero influye, evidentemente, el miedo. Tal vez sea un sentimiento inconsciente, incorporado y naturalizado en la vida cotidiana. Arrodillado y con las manos en alto, ese chico de Aldo Bonzi prefería no ver lo que ocurría a su alrededor. La calle en la que vive le resulta ajena y hostil. “Hoy no quiere ir ni al baño solo”, ha relatado su madre. Sería un error encuadrarlo como un drama individual.