Los hijos del kirchnerismo, lejos del país o lejos del trabajo
Muchos jóvenes eligen irse, aun sabiendo que la emigración implica riesgos y dificultades; los empuja una Argentina dominada por la desesperanza, la inestabilidad y la falta de horizonte
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No se puede completar un retrato de los 20 años de kirchnerismo sin mirar lo que pasa en los bares de Madrid o Barcelona: están llenos de jóvenes argentinos de clase media trabajando como mozos o lavacopas. Lo mismo pasa en muchas otras ciudades de Europa, de Estados Unidos y hasta de América Latina. Son jóvenes que nacieron con el kirchnerismo y que hoy están convencidos de que el futuro está en otro lado. Eligen irse, aun sabiendo que la emigración implica riesgos y dificultades. Los empuja un país dominado por la desesperanza, la inestabilidad y la falta de horizonte.
Para entender las últimas dos décadas también habrá que mirar lo que pasa en los bares, hoteles o restaurantes de Palermo: no consiguen jóvenes argentinos para cubrir puestos de trabajo, donde cada vez es más frecuente encontrar inmigrantes venezolanos o de países limítrofes. Hay una franja generacional, sobre todo en el conurbano bonaerense y en las periferias de las capitales provinciales, que no conoce la cultura del trabajo, que ha abandonado la escuela y que no tiene ni los hábitos ni las herramientas básicas para emprender una trayectoria laboral. De los chicos nacidos el año en el que asumió Néstor Kirchner, solo el 16 por ciento (según datos de Argentinos por la Educación) terminaron el secundario en tiempo y forma.
Los últimos 20 años consolidaron, en varias generaciones de argentinos, un marcado pesimismo sobre el porvenir. Se degradó la calidad de vida en las ciudades y la inseguridad instaló una atmósfera de miedo. Pero además se aceleró un descalabro económico en el que se combinan la inflación galopante, la imposibilidad de ahorrar y de acceder a un crédito, en medio de un brusco deterioro en el poder adquisitivo de las familias. En ese clima, muchos jóvenes sienten que el esfuerzo no vale la pena. Y ven en la emigración la chance, al menos, de independizarse, de hacer su propio camino y de gestar un logro, aunque eso implique sacrificios que difícilmente estarían dispuestos a asumir en su país. Sienten que afuera el esfuerzo tiene sentido, y que ese trabajo de mozo, para el quizás estén sobrecalificados, les puede abrir una vía de ascenso social y la posibilidad de emprender algo propio. Esa confianza es la que se ha erosionado en la Argentina. Se han evaporado la ilusión del progreso y el sentido del esfuerzo.
Hay millones de jóvenes que hoy ven en la ciudadanía italiana o española, y en la obtención de un pasaporte “comunitario”, una herramienta tan poderosa como la que representaba para sus padres un título universitario. Otros tantos han quedado excluidos y marginados del mundo laboral: les han ofrecido planes y asistencialismo en lugar de estimular la educación y el esfuerzo.
¿Qué van a buscar y qué encuentran los nietos o bisnietos de aquellos abuelos inmigrantes que hoy recorren el camino inverso al que recorrieron sus ancestros? ¿Qué los empuja a iniciar una nueva vida en un lugar ajeno, donde nadie los conoce y deben empezar de cero?
Al revés de lo que explica otras corrientes migratorias, como la de rusos o venezolanos, no es una guerra ni una dictadura lo que motoriza esta nueva diáspora argentina. Tampoco, una catástrofe visible ni el estallido abrupto de una crisis. Es el declive sostenido de un país que se degradó a sí mismo; la declinación continua y persistente de las últimas décadas. Es el resultado de una Argentina donde todo se tornó incierto e imprevisible, donde el Estado quedó envuelto en una enfermedad crónica de déficit y endeudamiento, y donde se han erosionado los pilares básicos de la confianza pública. Es un país que ha quedado atrapado en un endemoniado laberinto de deterioro institucional, crisis económica y pauperización social. Para muchos jóvenes y parejas de mediana edad, Ezeiza aparece como la puerta de salida de ese laberinto.
En los últimos 20 años, la Argentina despilfarró una oportunidad histórica. Lejos de aprovechar los años de bonanza internacional para sentar las bases de un desarrollo sustentable, tejió una telaraña de populismo económico y cultural en la que ha quedado atrapada. Ha combatido la cultura del mérito y del trabajo y ha disfrazado de “inclusión” la igualación hacia abajo. El poder estigmatizó la meritocracia para imponer una “militocracia” que ha colonizado todos los estamentos del Estado, hasta el corazón de la escuela pública. De esa telaraña también intenta escapar una generación que todavía cree en el sentido del esfuerzo, que cultiva su propia rebeldía y que tiene ambiciones de progreso.
Los jóvenes que se van a Europa, a Estados Unidos o, en menor medida, a México o a Canadá encuentran países con dificultades, incertidumbres y debates irresueltos, en los que no siempre es fácil insertarse y que cada vez crean mayores exigencias para acceder al mercado formal del trabajo y la vivienda. Para alquilar en España, por ejemplo, el pasaporte de la comunidad europea no es suficiente. Se necesita el NIE o el CUE (una especie de certificado de residencia que demanda varios requisitos y una ardua tramitación), y aun así, será casi imposible si no se tiene un contrato de trabajo. Son países, sin embargo, que ofrecen algo que a nosotros nos parece exótico: estabilidad y largo plazo.
Los problemas tienen otra escala, aunque de lejos parezcan similares. Los españoles, por ejemplo, se quejan de la inflación y la ven como una amenaza. Es cierto: hasta hace pocos años, la palabra inflación no figuraba en el diccionario del ciudadano medio de ese país. Era un término reservado a los estudiosos de la economía. Hoy eso ha cambiado, pero lo que los preocupa (y con razón) es un índice inflacionario del 4% anual, no de más del 100% como el que sufrimos nosotros. Lo mismo ocurre con el empleo informal, la presión impositiva, la crisis de la educación y la inseguridad urbana. Son problemas que provocan angustia en todos los países del mundo, pero la diferencia de escala es monumental. En las grandes ciudades europeas inquieta la proliferación de carteristas en el metro, pero es inconcebible que puedan matar a alguien para arrebatarle el celular.
Los jóvenes que se van del país suelen conseguir trabajos que exigen baja calificación, pero les permiten acceder a bienes y servicios básicos, a un estándar de vida confortable y a cierta capacidad de ahorro. Tal vez no sea demasiado, pero ese mismo trabajo no se lo garantiza en la Argentina. Pero lo más valioso es algo que resulta intangible: ese empleo les ofrece una alternativa de progreso, una perspectiva de futuro. “Acá sienten que vale la pena”, dice un argentino dedicado a facilitar la inserción laboral de inmigrantes en España. Rige una cultura en la que se premia el esfuerzo, y el marco de estabilidad alienta las posibilidades de proyectar y crecer. Son países en los que la industria y el comercio se expanden y hacen florecer las oportunidades. ¿Todo es maravilloso? Claro que no. La guerra ha tenido un fuerte impacto sobre las economías europeas y ha encarecido, entre otras cosas, el valor de la energía.
En Europa muchos jóvenes también asocian el futuro a la incertidumbre. El acceso a la primera vivienda se ha hecho cada vez más difícil y los “mileuristas” (que tienen ingresos bajos) enfrentan dificultades para sostener su estándar de vida. El retraso de la independencia de los hijos no es un fenómeno exclusivo de la Argentina y está vinculado tanto a factores económicos como culturales. La desigualdad social es un problema que golpea también a los países desarrollados, pero con niveles de pobreza muy inferiores a los que conoce América Latina y, en particular, la Argentina.
Al cumplirse 20 años del inicio de un ciclo político que hoy parece agonizar es inevitable preguntarse: ¿por qué tantos jóvenes ven su futuro fuera del país? ¿Los atraen “las luces” del Primer Mundo o los expulsa la oscuridad que los rodea? ¿Imaginan una tierra sin dificultades o eligen otro tipo de dificultades que no les amputen la esperanza ni el futuro? No son respuestas simples, y seguramente se combinan en ellas la frustración y la impotencia de la Argentina, pero también los rasgos de una generación “globalizada”, las inquietudes y ansiedades de una época atravesada por la falta de certezas y hasta una cultura moldeada por la digitalización y las redes sociales, con menor tolerancia a la frustración y mayor inclinación a la inmediatez. Parece claro, sin embargo, que aquel joven que lava copas en un bar de Barcelo5na está en busca de un “país normal”, donde el trabajo tenga sentido y el esfuerzo, recompensa. Hoy la Argentina está más lejos de ese país que hace 20 años. ¿Seremos capaces de torcer el rumbo? ¿Encontrarán los jóvenes razones para quedarse o regresar? Tal vez sean las preguntas cruciales de este tiempo.