Los hijos de todos, los hijos de nadie
Es como una suelta de palomas, sábado tras sábado. De palomas o también de potrillos, porque algunos salen caminado a los tumbos, como todavía incómodos adentro de esos cuerpos que acaban de crecerles de un año para el otro. Tienen once, doce como mucho. Y están todos (chicos y chicas, palomas y potrillos) haciendo el curso de ingreso a una de las escuelas secundarias más antiguas de Buenos Aires. En la puerta, antes de la una y media, crece la selva de padres y madres, de abuelas y hermanos. Más allá del madrugón, salen contentos. Son pájaros de estreno, ensayando el despegue. Felices de ganar la calle.
Antes -hace en realidad nada, porque cuando se trata de hijos creciendo los años se vuelven segundos- el miedo era modesto: que se soltaran de la mano, que se largaran a correr. Ni hablar del espanto de los espantos: perderlos de vista. No saber, por un instante fatal, qué mundo era ése, sin ellos ahí. Ahora el peligro -y el miedo- son otros. Han crecido juntos, nuestro miedo y ellos, y ya no estamos seguros de cuánto mide eso que la escritora Samanta Schweblin llama "distancia de rescate". ¿Cuánto nos tomaría ahora llegar a ayudarlos? ¿Cuánto tardaríamos en remontar el hilo invisible entre nuestros corazones y los suyos? Porque son como eran hace no tanto, sólo que con unos brazos y unas piernas que parecen ajenos. ¿En dónde estaba una cuando él se volvió caña de bambú, y el terror se agigantó al compás?
Hablan -los padres modernos- de "soltar". De ser como un arco para que el hijo-flecha vuele lejos. Pero, ¿hacia dónde? ¿Hacia ese afuera que parece especializarse en recibirlos a ellos y devolverlos lastimados o muertos? Hace algunos días, una bandada como ésta viajó a Mendoza. En la ruta 144 algo pasó. Pasaron quince muertos y treinta heridos. No quieran saber las edades. No quieran saber cuánta fragilidad ahí. Estrellada.
Ahí afuera, los hijos de todos son los hijos de nadie. Hace horas, el hijo de un amigo fue cercado por tres ladrones de su edad. Logró escapar, corrió hacia el templo evangélico de Corrientes y Medrano, pidió auxilio. Los dos hombres de seguridad lo miraron a través de los cristales con ojos rumiantes. Se refugió en un bar en donde le dieron un vaso de agua, una silla.
Los miramos crecer. Vamos con ellos a sus primeros todo: baile, celebración, campamento. Hasta que llega ese momento en el que la puerta se abre definitivamente y ellos deben salir. Pero solos. Afuera acecha la maravilla y también todo eso que por once o doce años amortiguamos como pudimos. De ahí el miedo: de saber que se van con nuestro corazón en la boca, a un afuera donde todo pájaro se vuelve blanco móvil.