Los fundamentalistas de la libertad
El reciente horror perpetrado en Francia vuelve a advertir a la sociedad global sobre un ultimátum criminal que desde hace demasiado tiempo pesa sobre su cabeza. Aun así, cada golpe es vivido como el primero: provoca pasmo, pues obedece a una lógica de la monstruosidad que excede nuestra capacidad de comprensión y que, sin embargo, es la que corresponde a grupos cuyo negocio es el terror.
Quien crea que la multitud que se volcó a las calles de París como un río caudaloso hizo mella en los asesinos peca de candidez. Acaso no hizo sino alimentar su vanagloria. Pero, sin lugar a dudas, se trató de una manifestación pública, más que de repudio al terrorismo, de necesidad desesperada de fortalecernos y de exigir a los gobiernos que encuentren la manera de poner fin a este espanto del siglo XXI.
Se dice que fue un modo de demostrar que no tenemos miedo, lo que es falaz y sería estúpido. Que estamos atemorizados ante el mal es algo que no conviene desconocer. La realidad nos impone actuar con valentía sopesando el deber, las capacidades y los riesgos. No queda espacio para la cobardía, pero tampoco es aconsejable la temeridad que, como la cobardía, suele responder más a la pasión que a la razón.
Una de las enseñanzas de SunTzu es la siguiente: analizada la situación, evaluar las fuerzas propias y preguntarse: ¿dónde se golpea con mayor justicia e imparcialidad?, porque de ello depende, en gran medida, la victoria o el fracaso. Occidente puede estar errando su objetivo.
En un estado emocional comprensiblemente desbordado, la ministra de Justicia de Francia defendió el derecho a ridiculizar las religiones propias y ajenas con la bendición de una patria de credo libre e irreverente, erigiendo a Voltaire como su profeta. En ese caso, al igual que en toda religión, la libertad y sus escrituras también están sujetas a interpretaciones. Así las cosas, justo es señalar que, si bien crítico de la religión y mordaz en sus dichos, Voltaire ha pasado a la historia por acuñar el concepto de tolerancia religiosa y por defender la convivencia pacífica entre personas de credos diferentes. En una cultura de tolerancia y convivencia pacífica, por sentido común es natural deducir que la ridiculización de ciertos espacios venerados por algunos constituye una violencia fútil que obliga a una tolerancia unilateral de consecuencias insospechadas. La burla es un arma que más tarde o más temprano será replicada con otra ofensa u otra arma.
Por lo demás, a pesar de sus diferencias, Voltaire suscribió al pensamiento de otro iluminista, el franco-helvético Jean Jacques Rousseau, padre de la democracia. En El Contrato Social, Rousseau sostiene que si bien el hombre en estado natural es libre, para lograr la convivencia pacífica en sociedad, acuerda subsumirse a una voluntad general, salvaguardando así su libertad, pero delegando y hasta perdiendo parte de ella en beneficio de la paz en las interacciones sociales. Para Rousseau, una libertad sin condiciones ni límites sencillamente no existe.
Pero no hay que ir tan lejos para descubrir las debilidades de esta concepción de libertad todoterreno enarbolada por la funcionaria gala como una marca país. Dice Jean Paul Sartre: "Yo soy libre para elegir y, en pos de un ideal, elijo una acción y los obstáculos aparecen en mi camino. Pero los obstáculos no se me oponen al ideal proyectado, sino a las metas perseguidas cuando éstas son incompatibles con el ideal. Si me dejo llevar por esas inclinaciones, elijo también obstáculos imposibles de superar. Estamos condenados a ser libres, y la total libertad es responsabilidad y compromiso". El ideal proyectado por Occidente parecería ser el diálogo entre pueblos para la paz en el mundo. Su meta inmediata, el ejercicio de libertad en el derecho a ofender. Los obstáculos serán entonces difíciles de superar.
En un ritual casi religioso de libertad de expresión, Occidente se empeña en devorar la libertad del otro, imponiéndole que tolere lo que le es intolerable, a saber, ver convertidos elementos de su fe en objeto de mofa sin límites, sin considerar que del otro lado, el otro también nos puede reducir a objeto ya no de risa sino de odio.
Dicen que las ofensas repetidas se escriben en el mármol. Tras un ideal extraordinario como es el de la libertad, Occidente elige una meta incompatible y equivoca el objetivo, imponiendo a millones de musulmanes someterse a su peculiar interpretación de la libertad.
La pérdida de la noción de lo sagrado en Occidente no implica que la vivencia de lo sagrado no siga vigente en gran parte del mundo. La burla puede valer y hasta ser útil en la arena de lo profano. Y aun así, en una justa medida: ¿quién avalaría el bullying? Pero lo sagrado es sagrado, y dado que el hombre tiende a lo sagrado para enfrentar la angustia de su finitud, cabe preguntarnos hasta qué punto no estaremos extremando la sacralización de la libertad desde una especie de fundamentalismo laico. Occidente deberá resignificar sus devociones si es que quiere contribuir a la construcción de un mundo en paz. Propicio es recordar a José Ingenieros cuando dijo: "Hay que enseñar a perdonar; pero también hay que enseñar a no ofender. Sería más eficiente".
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