Los fines de la democracia
La pandemia del Covid-19 ha trastocado la vida de las personas debido a dos factores relacionados: prolongadas cuarentenas y una profunda caída de la economía. Como resultado, numerosas sociedades atraviesan intensas convulsiones por el abrupto descenso de la confianza pública en los gobiernos o por revueltas en las calles. En ambos casos, las democracias se encuentran asediadas y corren el riesgo de derivar en autocracias. Por eso, cabe preguntarse sobre el modelo de democracia vigente y si habría otro para superarlo. A tal fin, apelo al magisterio de John Stuart Mill, quien en el siglo XIX contribuyó a que el liberalismo se encarnara en la democracia, dando nacimiento a la democracia liberal, sobre la que propuso un modelo que no llegó a plasmarse en Occidente.
Desde joven, se enfrenta a su padre, James Mill y a su maestro Bentham, fundadores del utilitarismo, que sostenía que el único criterio racional defendible para medir el bienestar de una sociedad es la mayor felicidad del mayor número. Como tal, era un modelo de democracia basado en la eficiencia de mercados libres y competitivos, donde cada individuo busca maximizar su riqueza o placer y cuyo funcionamiento requiere limitar el poder de los gobiernos para interferir en los mercados y en la libertad de las personas. Este modelo de democracia liberal, aun con las mejoras del Estado de Bienestar, continúa vigente.
En su crítica, Mill escribe: “El hombre no es jamás entendido por Bentham como un ser capaz de perseguir, como fin último, la perfección espiritual. Tampoco reconoce apenas, como hecho de la naturaleza humana, la persecución de cualquier otro ideal por el ideal mismo. En consecuencia, la idea de Bentham tiene del mundo es la de una colección de personas, cada una de las cuales persigue su exclusivo interés o placer”. Mill se opone a esta concepción instrumental de la libertad y ajena a perseguir fines para el desarrollo personal. Para él, vivir la propia vida, desarrollar las capacidades personales no es un medio para lograr la felicidad, sino una parte sustantiva suya. La libertad no es un bien individual, sino también social. La función de un Estado liberal no es negativa, sino positiva: no se limita a remover trabas a la libertad con el fin de ser eficaz. Debe tender a crear, aumentar o igualar las oportunidades y extender al mayor número de personas las condiciones que hacen la vida más humana. Estos son los fines de la democracia. Por eso, urge rescatar una democracia al servicio de desarrollar las capacidades creativas, morales e intelectuales humanas (“el mejoramiento de la humanidad”). El lento progreso material en su tiempo era una dura cuesta arriba para este ideal; sin embargo, a pesar del prodigioso enriquecimiento de las sociedades occidentales, todavía se ve lejano porque sigue privando la figura del hombre como consumidor.
Se necesita un nuevo humanismo, que se encarne en un modelo de democracia liberal que no compare a las personas por su capacidad de maximizar beneficios económicos, sino por el desarrollo de sus cualidades intrínsecas como seres humanos. Esta visión, además, permitirá el engrandecimiento de las naciones. En On liberty (1859), escribe en su párrafo final: “El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen; y un Estado que pospone los intereses de la expansión y elevación mental de los individuos; un Estado que empequeñece a sus hombres, a fin de que puedan ser más dóciles instrumentos en sus manos, hallará que con hombres pequeños no se pueden hacer grandes cosas”.
Autor de El torneo