Los excesos del país futbolero
Después de todo, somos una nación futbolera. Nos cuesta reconocerlo, porque en cierta forma disminuye nuestra autoestima. Nos gustaría pensarnos de otra manera, por ejemplo, como una nación imperial, como una nación artística o como una nación guerrera. Pero, como se deduce por los incidentes que acompañaron al reciente escándalo Boca-River, en resumidas cuentas somos una nación futbolera porque ninguna otra pasión nos afecta más que el fútbol en todas las capas de nuestra vida colectiva.
Dicho esto, también hay que reconocer que nos da un poco de vergüenza admitir, sin más, nuestra pasión dominante. Si admitimos nuestra condición futbolera, ¿no nos estaremos degradando? ¿No habíamos sido convocados a menesteres más altos? El fútbol es, de un lado, una pasión popular, abarcadora, que afecta a ricos y a pobres por igual, y es, del otro lado, un peligro de desbordes y de excesos del cual pocos se salvan. Los barrabravas son, al mismo tiempo, lo peor y lo más auténtico de nosotros mismos. Sería un acto de hipocresía desconocerlos, ignorarlos, como si vinieran de otro planeta.
Asumir nuestra condición futbolera, ¿no sería, por otra parte, un rasgo de autenticidad? La imagen que nos dio el fútbol en el último Boca-River fue sin duda la de los incidentes, pero también fue la de decenas de miles de hinchas volviendo pacíficamente a sus casas. ¿Cuál de estas dos imágenes contradictorias es la verdadera? ¿La armónica o la escabrosa?
En el "haber" de la Argentina futbolera habría que incorporar la intensidad de una pasión que, al lado de su intensa vibración, también contiene un carácter simbólico, ya que es una guerra incruenta en la que, empero, a veces estalla la crueldad y asoma el fanatismo. El fútbol es como un río turbulento que en ocasiones no consigue disimular el lodo que lo acecha desde abajo.
Cada nación contiene, en cierto modo, sus propios excesos. El nuestro es el fútbol. Es de alguna manera una tentación que contiene sus fallas y excelencias. También nuestra manera de ser, nuestra manera de presentarnos ante el mundo. Para comenzar a evaluarnos en busca de una imagen positiva o negativa, podríamos decir que, siendo futboleros, los argentinos revelaríamos nuestra identidad a la vez pacífica y apasionada porque somos, de un mismo envión, creyentes e ilusionados. Creyentes en la autenticidad e ilusionados con la certeza.
A la pregunta por la autenticidad, cabría sumar otro interrogante, la pregunta por la ilusión. A estas alturas de la historia, ¿en qué nos ilusionamos los argentinos? ¿Cabe todavía un timbre de honor para nuestros afanes? ¿O es la Argentina todavía una tierra de facilidades, una nación que ha sido eximida del esfuerzo, el riesgo y el sacrificio?
Cabría preguntarse, en tal sentido, si en definitiva nuestro premio sería el facilismo. ¿O sería éste un engañoso premio? ¿Cómo lo llamaríamos, un premio o una tentación? Si lo aceptamos como premio, el facilismo es un error, un craso error. Porque la engañosa facilidad de la pampa argentina no logra disimular el fracaso general de lo que aún no hicimos. La paradoja es ésta: si en la Argentina queda todo por hacer, ¿de qué nos vanagloriamos los representantes de la actual generación?
Y es lo apresurado de esta pregunta lo que debería conmovernos. Si nos hallamos en el medio de nuestra trayectoria histórica, de nuestro cometido vital, ¿hacia qué tipo de balance aspiramos los argentinos? ¿Cuál tipo de sensación debiera embargarnos? ¿Tendremos todo el tiempo del mundo para definir nuestro destino?
Si un pueblo como el nuestro confía en su vocación y apuesta a su destino, ¿debiera animarlo un sentido de urgencia o una sensación de tranquilidad? ¿Falta mucho o falta poco para culminar la jornada? Aunque parezca paradójico, falta mucho y falta poco al mismo tiempo. El trayecto por recorrer no es tan largo y, en este sentido, falta poco. Pero este poco que nos falta implicaría un inmenso esfuerzo, por lo cual nos queda un intenso recorrido por cubrir.
Vayamos a un ejemplo. Cerca de una tercera parte de los argentinos vive en condiciones de pobreza. Como ha dicho un papa reciente: asumiendo la riqueza de la Argentina, esto es un escándalo moral. Si hubiéramos hecho lo que debíamos hacer, ya no tendríamos pobres. Pero los tenemos en abundancia. ¿A quiénes culpar por este duro fracaso? ¿A nosotros mismos? Es un fracaso tan duro que ni los argumentos más elocuentes lo podrían justificar.
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