Los eternos principios que rigen la convivencia
En la política, las palabras son hechos. Y las formas, sustancia, como lo es la propia democracia, al fin de cuentas una regla de juego que asegura algunos derechos fundamentales y nos da la posibilidad esencial –como decía Karl Popper– de sacudirnos por un medio pacífico un gobierno que no nos gusta. El marxismo, históricamente, cuestionaba esa “democracia formal”, que en América Latina muchos entendieron recién cuando esas libertades se perdieron.
Lo que es verdad para la vida de un Estado tanto o más lo es para las relaciones entre ellos. En ese ámbito, el respeto a los asuntos internos de cada uno es la regla de oro de la convivencia. Desde el artículo 2º de la Carta de las Naciones Unidas hasta todos los instrumentos internacionales, así se establece.
En los últimos años, los hábitos propios de la democracia se han debilitado tanto que en los Estados Unidos, en Brasil o en la Argentina se ha dado que presidentes salientes ni siquiera han cumplido el ritual simbólico de pasar el testimonio a su sucesor legítimamente elegido. Del mismo modo, los presidentes se introducen en los asuntos políticos internos de otros Estados, con injerencias inadmisibles, que infortunadamente se van vulgarizando.
Cuando la última elección uruguaya, en 2019, el presidente Bolsonaro dijo públicamente que deseaba el triunfo del doctor Lacalle Pou (como nosotros, por otra parte), mientras el presidente electo de la Argentina, Alberto Fernández, viajaba al Uruguay para compartir una jornada con el Frente Amplio. Entonces escribimos un artículo cuestionando esa práctica y lo volvimos a hacer dos años después, cuando el presidente Fernández agravió al de Ecuador Lenin Moreno y recibió una sin par andanada de insultos. Del mismo modo que festejó desproporcionadamente el fallo judicial que anulaba los juicios contra el expresidente Lula da Silva, que había sido “dictado con el solo fin de perseguirlo y eliminarlo de la carrera política”. Fue un agravio a todas las instituciones brasileñas que, en su momento, también tuvo sus consecuencias.
Con este preámbulo arribamos al actual diferendo que enfrenta a España y la Argentina, en otro capítulo de estas perturbadoras prácticas. Que el presidente de la Argentina concurra a un acto político de agrupaciones que participan de la campaña para la elección europea, militando contra el gobierno de España, es una grosera injerencia en los asuntos políticos. Antes de cualquier dicho o hecho, esa sola circunstancia a nuestro juicio era y es inadmisible. Se han vulgarizado tanto las prácticas viciosas que solo algunos pocos periodistas han hecho hincapié en esta circunstancia para nosotros clamorosamente irregular.
A ello se añadieron luego palabras agraviantes para el presidente español y su esposa. No es excusa que antes un ministro español haya agraviado de palabra al presidente argentino. En este caso estamos ante un presidente extranjero que en persona agravia a su colega del país que visita. Pocos precedentes en la historia pueden mostrar algo por lo menos análogo.
Todos estos episodios son hijos del debilitamiento institucional que han producido los populismos, con Trump en los primeros escalones del descenso. No es un tema de izquierdas o derechas. Es una cuestión de principios elementales de convivencia internacional, de acatamiento a las normas jurídicas, simplemente de respeto en las relaciones entre jefes de Estado y de gobierno, por más diferencias políticas que se puedan tener.
En lo personal, integramos la vasta legión de uruguayos que, conscientes de la profundidad de la crisis argentina, anhelamos que el gobierno del presidente Milei alcance no solo la estabilidad económica, sino ese clima de normalidad que tanto ha costado alcanzar en las últimas décadas. Más: reconocemos un rumbo adecuado, un horizonte de esperanza, más allá del debate sobre cada una de las específicas políticas en curso. Con todo, la experiencia nos dice que serán imprescindibles un par de años para realmente empezar a ver los resultados, por lo que cruzamos los dedos en el deseo de que la paciencia de la gente acompañe el trabajo del Gobierno.
Todo esto no nos impide cuestionar este modo de actuar en la vida internacional. El presidente Milei tiene un estilo muy particular, que ha recogido beneplácito de la gente. Por cierto no es nada tradicional, pero quienes nos formamos en otros tiempos debemos entender que los modos de actuación y comunicación han cambiado y seguirán cambiando. Lo que no cambia son los principios esenciales que rigen la convivencia internacional, las normas y las prácticas que en el respeto a las soberanías respectivas permiten que los Estados puedan lograr el clima de cooperación imprescindible en esta época histórica. La aceleración de los avances científicos y tecnológicos hace que el aislamiento sea imposible. Ni las grandes potencias, como Estados Unidos o China, pueden actuar abroqueladas en sus fronteras, por más que haya quedado atrás el tiempo glorioso de la globalización, con la promesa de tiempos más pacíficos que los que lamentablemente estamos viviendo.
En este caso, además, se trata de dos países que son piezas sustantivas de nuestro universo cultural. América Latina se ha reencontrado con esta España democrática de hoy, que alumbró después de los tiempos oscuros del franquismo, con una monarquía constitucional abierta y moderna y dos grandes partidos que, no obstante los pujos nacionalistas regionales, han logrado configurar un tiempo inédito de prosperidad. Más allá de inversiones e intercambios económicos, la cercanía espiritual y hasta las afinidades familiares han reconfigurado nuestra relación con España.
Como uruguayo, nada de lo argentino o español es ajeno. Nos cuesta mucho aceptar lo que está ocurriendo.