Los ensobrados
Catapultado por el sufragio popular, Milei lidera hoy una sociedad mayoritariamente unida detrás de un objetivo sacrificial, objetivo medular nada glamoroso: aniquilar el déficit fiscal. Lo llamativo ya no es que Milei ganó con el 55,5 por ciento de los votos mediante rugientes promesas de ajuste, sino que la mayor parte de la sociedad lo sigue apoyando con fervor, pasados cuatro meses de padecimientos sociales, crecimiento de la pobreza y expectativa de meses aún más duros. El fervor de muchos sensibles seguidores aúlla en las redes, sobre todo cuando alguien osa intercalar una crítica siquiera parcial, como si cualquier crítica segregara hiel destituyente.
Es evidente que el liderazgo extravagante de Milei continúa siendo fructífero. El grueso de los argentinos permanece abrazado a la decisión que adoptaron el domingo 19 de noviembre pasado. Una decepción para el kirchnerismo, que esperaba ver para esta época un aluvión de arrepentidos en el campo vencedor. Y un ostensible desconcierto para el sindicalismo peronista, que concurre a la Casa Rosada a dialogar cordialmente y minutos más tarde, como si padeciera de una incontrolable pulsión instintiva, decreta un paro nacional.
La perdurabilidad de la ola mileísta es atribuible a los sentimientos, sensaciones y consideraciones originarios. Es decir, a cómo caló en la gente el diagnóstico de la casta culpable de todos los males y a la convicción de que este outsider de cabellera alborotada es el único, el único y el último, capaz de reparar el estropicio que dejó el gobierno de los Fernández y Massa y, previamente, incontables gobiernos desde quién sabe cuándo.
Este apoyo popular es, como se sabe, el insumo principal para la consecución de los objetivos oficiales en el campo económico, hábitat en el que Milei se mueve más a gusto. Pero quizás aporte alguna confusión cuando se trata del cuidado y la preservación de la higiene democrática.
Milei, resultadista, sigue en modo campaña porque el histrionismo está en su esencia, pero más que nada porque piensa que descalificar interlocutores, insultar presidentes extranjeros, políticos, actrices, legisladores y periodistas, le rinde.
Decir “Milei es así”, frase que se ha puesto de moda, puede inducir a error o confusión. ¿Así cómo? El problema no es que bese en forma ardiente a su novia -ahora exnovia- en el escenario de un teatro o que se ponga traje y corbata con zapatillas para asistir a una ceremonia religiosa en una sinagoga de Miami. Estas cosas en todo caso animarán discusiones acerca de su nivel de buen gusto, se podría conceder que son ornamentales y opinables. En cambio su verba extremista, los insultos y descalificaciones, sobre todo a periodistas, son cuestiones de fondo que importan a la calidad del régimen político.
Es posible pensar que si Milei no gozara de los altos índices de popularidad que lo arrullan, su cabeza ultralógica no se aferraría con igual apego al execrable arte de insultar al por mayor. ¿Sería posible que sin perder su personalidad fogosa y determinada (acaso su mayor virtud política) y, desde luego, sin perder ni un céntimo de su enorme base de sustentación -acá nadie está pidiendo eso-, Milei entendiera que las instituciones deben estar por encima de sus verdades, por más asertivas y populares que ellas fueran?
Resulta extraño que haga falta explicitar a esta altura por qué esta mal, y es grave, que un presidente insulte a un periodista. En la televisión es posible escuchar en prime time voces que defienden “el derecho del presidente a dar su opinión” acerca de “periodistas con los que no está de acuerdo”. ¡Y algunas de esas voces son de periodistas! Rara interpretación del grito “¡viva la libertad, carajo!”.
El punto central es la asimetría. El presidente no es un “ciudadano común con funciones especiales”, como pretendía Néstor Kirchner, uno de los presidentes que más poder concentró en toda la historia argentina. El presidente de la Nación es el jefe del Estado, el comandante en jefe de todas las fuerzas armadas, el máximo responsable de las fuerzas de seguridad y de los servicios de inteligencia, el que pone y saca a los ministros y al jefe de Gabinete, el que nombra a los jueces, a los embajadores, puede declarar la guerra, puede declarar el estado de sitio y entonces hasta tener presos a disposición del Poder Ejecutivo y, cuanto menos en situaciones normales, es quien decide las políticas sociales y económicas que de una u otra forma afectan la vida de todos los habitantes del país por años o por décadas. Su extraordinario poder, por más que lo morigeren las leyes y los otros dos poderes, no guarda relación alguna con el poder que pueda tener un periodista, aun el más influyente, cuando habla o cuando escribe. Ni ningún otro ciudadano.
La palabra presidencial alcanza una penetración incomparable. ¿Quién les avisa a sus seguidores fanáticos -todo líder de masas tiene un puñado, lo quiera o no- que el periodista al que se acaba de insultar desde la más alta magistratura apenas se le quiso aplicar una inofensiva amonestación y aquello de que es un obstáculo para la transformación nacional no debe ser tomado al pie de la letra?
Podría admitirse que un presidente disienta en forma civilizada y prudente con una opinión de la prensa y es obligación de un gobierno en casos relevantes enmendar informaciones erróneas o falsas. Esa tarea, hay que decirlo, la hace hoy con encomiable profesionalismo y buenas maneras el vocero Manuel Adorni. Pero Milei no disiente ni enmienda. En el mejor de los casos insulta. En el peor, les espeta “ensobrados” a los periodistas que dicen o escriben cosas que a él no le agradan, o sea corruptos.
La RAE debería tomar nota. El presidente argentino resignificó y diseminó el participio del verbo ensobrar, ensobrado, que según él designa al periodista que informa u opina en función del dinero puesto en un sobre que recibe supuestamente por debajo de la mesa. A Jorge Fernández Díaz, uno de los periodistas y escritores más prestigiosos, la semana pasada Milei lo trató, entre otras cosas, de imbécil y de escribir pelotudeces, aludiéndolo sin nombrarlo.
A Jorge Lanata le dijo ensobrado sin usar este calificativo favorito. Y Lanata, que es uno de los periodistas más sobresalientes y con mayor gravitación del país, se le plantó. Anunció que demandaría por calumnias e injurias al Presidente, en el entendimiento de que éste lo acababa de acusar de cometer un delito. Textualmente tuiteó Milei: “Críticas sí. Mentiras no. ¿Decir la verdad requiere sobre?”.
El caso Lanata ventila la prisa con la que Milei organiza sus ataques. Lanata había opinado -con buen criterio, además- que un embajador extranjero no debía participar de una reunión de gabinete, como sucedió el domingo con el israelí Eyal Sela apenas Milei regresó de Miami. Milei pretendió desmentir que el embajador hubiera participado de la reunión de gabinete, pese a que eso fue lo que entendió todo el mundo, no sólo Lanata, de la información suministrada oficialmente, foto incluida.
Al parecer lo que pudo haber ocurrido fue que después de que Milei, en un momento efusivo de solidaridad con Israel, sentó al embajador y lo invitó a exponer delante de él, de la vicepresidenta y de varios ministros, alguien le hizo saber (¿la canciller Diana Mondino, quien se hallaba conectada desde Brasil?) que nunca antes un embajador extranjero había sido invitado a una reunión de gabinete, que en otros países tampoco se estila y que el impacto de la noticia podría ser desfavorable. Pero el desmentido de Milei a Lanata, con el argumento de que la reunión de gabinete comenzó luego de que el embajador se retiró, resultó inconsistente. Varios medios internacionales, por ejemplo la agencia EFE, también informaron que el embajador de Israel en la Argentina había participado en Buenos Aires de una reunión de gabinete. Sin embargo, Milei no dijo que porque no les había llegado el sobre habían mentido.
Milei viene de afirmar que en la campaña electoral fue violentamente agredido. Se permitió una calificación: “la peor cloaca del Universo está en los medios argentinos”. Cristina Kirchner, una experta en atacar medios y periodistas, era más sutil.
Aclaración final: claro que la corrupción existe en el periodismo argentino, vaya novedad. Es cierto que la pauta oficial contribuyó a lo largo de los años a malversar el sistema mediático. No hay que olvidar el daño que produjo el periodismo militante sostenido desde el Estado. Pero Milei no es juez y sus condenas verbales sólo podrían servir para amedrentar. Es decir, para dañar la democracia.