Los empresarios timoratos
En la conducción del empresariado nacional no existe una conciencia muy clara del papel que debe asumir frente a la sociedad. ¿Es un dilema actual o viene de arrastre? Todo tipo de comparación con sus colegas de Brasil y de Chile hiere la débil imagen de los argentinos. En esos países vecinos, sus opiniones pesan, sus reclamos son escuchados, los funcionarios los reciben con respeto y han podido cambiar, a través del diálogo, los rumbos de las políticas económicas. En medio de la crisis mundial, los empresarios brasileños y los chilenos compran compañías, procuran expandirse geográficamente, alientan el arribo de inversiones, promueven asociaciones con intereses extranjeros. Las reglas de juego son claras para ellos. Se movilizan en medio de mercados y reglas previsibles.
Los empresarios argentinos, integrantes de la llamada "burguesía nacional", aparecen, en cambio, timoratos, empequeñecidos, sofocados por las presiones del Gobierno, puntuales asistentes de los actos oficiales. Le escapan a la posibilidad de ser foco de alguna de las tantas reprimendas que se conocen a diario. Tienen miedo. Se parecen más a esos gerentes que se dedican sólo al lobby , más que a la producción o a las finanzas o a la búsqueda de nuevos productos para sus mercados.
Más: la mayoría de los empresarios que vienen vendiendo sus fábricas o instituciones desde la década del sesenta -en un proceso que se acentuó desde los años noventa- se van del circuito económico y no vuelven a la actividad. Cuelgan los hábitos, se dedican a sus hobbies y algunos crían caballos de carrera o compran objetos y colecciones de automóviles o de arte. O no paran de viajar por el mundo. O se radican en el exterior. Eligen la falta de productividad, el ocio, el dolce far niente, cuando todavía les faltan décadas para una jubilación definitiva.
Pero no se puede generalizar. Sin duda la pequeña y mediana empresa tuvo más cintura y pudo sortear el desastre de 2001 y 2002. En un tiempo de ausencia total de créditos, utilizaron ahorro propio y se abrazaron a la sobrevivencia, se unieron en "cadenas de valor" y sondearon todas las posibilidades para salir de la parálisis. Los representantes de las compañías grandes se desplazaron con mayor lentitud, aunque sin perder las ambiciones. Varios utilizaron al Estado para agrandar sus negocios y conseguir contratos millonarios. Se expusieron al maltrato, a los desplantes y las desconsideraciones de ministros y secretarios de Estado. Los amigos del poder multiplicaron sus activos. Fue y sigue siendo una estrategia cotidiana que se recuesten en la prebenda.
Los empresarios y sus dirigentes confiesan sus críticas en privado, cuidándose de la represalia, pero no se organizan para peticionar. Hubo una excepción a la regla. Fue la de Paolo Rocca, el titular del importante holding internacional Techint. Pero al señalar los desaciertos que el Gobierno viene cometiendo desde 2008 recibió duros hostigamientos del poder político. Estuvieron a cargo, por ejemplo, del viceministro de Economía, Alex Kicillof, un funcionario joven, ex profesor universitario, que recién este mes conoció un alto horno y que, seguramente, por las fotos y los libros pudo saber algo de la siderurgia nativa y mundial.
La mayoría de esos empresarios opera en el corto plazo. Muchos se encierran en los problemas de cada uno de sus sectores y no piensan el país en su conjunto. Parecería que tampoco desean adaptarse a un cambio profundo y decidido en la economía global en el planeta. Son varios los que eligieron producir en el exterior, para sortear las dificultades energéticas en la Argentina y el costo salarial. Y hoy se encuentran con un control de importaciones arbitrario y caprichoso. Deben recomponer todo, como si empezaran de cero.
El empresariado argentino sólo tuvo picos escasos de protagonismo decisivo en las últimas décadas. Antes del golpe militar de 1976 hicieron sus reclamos con energía. En 1979, en pleno proceso militar, elevaron sus críticas por la falta de competitividad. Cuando llegó la democracia, supieron dar su respaldo a Raúl Alfonsín, que cargaba una herencia de deuda externa y altísima inflación. En la segunda mitad de los noventa, dieron la voz de alarma frente al resquebrajamiento de la convertibilidad. En 2008, los representantes de la producción rural y las industrias ligadas a ese amplio universo hicieron frente a resoluciones del alto nivel político que consideraban injustas y que limitaban sus ingresos. Congregaron a multitudes.
Ahora, en cambio, parecen recibir sólo órdenes y una decidida intromisión del Estado en sus negocios, a la espera crispante de mejores tiempos. Les falta organización, doctrina y una agenda temeraria para poder escapar de la chatura. Es un vacío costoso para la nación.
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