Los dueños del odio
Nunca es bueno criticar al peronismo. Si las cosas van bien, no hay motivo para criticarlo. Y si van mal, quienes lo critican quieren que el país fracase para que el gobierno peronista se derrumbe. Son mala gente, egoístas, contreras, caranchos, oportunistas, destituyentes, golpistas, gorilas, odiadores. Nada importa que quienes esto dicen se hayan encargado de derrocar a dos de los tres últimos gobiernos no peronistas y hayan fracasado en su último intento debido a que el club del helicóptero no funcionó porque su tripulación estaba ocupada en amenazarse mutuamente con la cárcel.
Como todos los argentinos sabemos, además, criticar al peronismo es ofender a la patria, a la democracia y a los derechos humanos, cuya propiedad intelectual ostenta el partido encabezado hoy por Gioja y Scioli. Peor aún, criticar al peronismo es avalar los bombardeos de la Plaza de Mayo de 1955 y el golpe militar de 1976; a pesar de que el golpe de 1955 fue dado contra Perón por las mismas Fuerzas Armadas que en 1943 dieron el golpe con Perón y lo eligieron en 1946 como su sucesor. A pesar de que fue Perón quien estuvo al frente de esas Fuerzas Armadas nueve años y era su comandante en jefe en el momento de aquellos bombardeos. Y a pesar de que hayan sido Perón y su esposa Isabel quienes pusieron a Massera y Videla en los cargos desde los cuales dieron el golpe, para no mencionar el célebre decreto de aniquilamiento de la subversión firmado por un gabinete peronista que incluía como ministro al abuelo del actual jefe de gabinete, Antonio Cafiero.
Fue en ese decreto que pensé cuando escuché al Presidente decir el domingo que había venido "a terminar con los odiadores seriales". Aquel decreto, por lo menos, no hablaba de aniquilar subversivos sino de aniquilar el accionar subversivo. Todos sabemos cómo terminó todo aquello, con el gobierno nacional y popular organizando la Triple A desde los sótanos del Ministerio de Bienestar Social, cometiendo los primeros asesinatos de Estado, empujando los primeros exilios y ejecutando las primeras desapariciones, eventos que no ocurrieron en 1976 sino en 1975, con el peronismo en el gobierno. Sin embargo, me habría dejado un poco de esperanza que Alberto Fernández hubiera dicho que venía acabar con el odio, y no con los odiadores. Pero ni eso.
Penoso es comprobar que en vez de unidad nacional nos separa una grieta cada vez más honda
Nunca es bueno criticar al peronismo. Especialmente, cuando está en el poder; circunstancia en la cual, además de malo, resulta peligroso. Es que los odiadores seriales somos, mucho me temo, quienes nos animamos a desafiar el gran consenso peronista según el cual el pueblo es peronista y la patria misma no es otra cosa que el peronismo. Al fin de cuentas, peronistas somos todos, mientras que los demás argentinos son extranjeros infiltrados en su propia tierra. Entre ellos, los peores somos los que nos animamos a hablar, a criticar, a sospechar, a hacer público un rumor que no sale a la luz solo por miedo. Esos, además de extranjeros, somos gente que deberíamos llamarnos a silencio, como pidió el vocero presidencial. Canallas y miserables, según afirman el Presidente y su jefe de Gabinete. Personajes nefastos que deberíamos usar el barbijo como tapabocas. Seres peligrosos para la democracia a los que es necesario cortarles el micrófono, como sucede en cada sesión de Diputados y del Senado.
Nada nuevo. El peronismo, por décadas, instaló la leyenda peronista como la nueva historia oficial y acalló toda disidencia al grito de ¡gorilas!, término cuyo significado implícito es que quienes lo critican están a favor de la disolución nacional y el hambre de los pobres. El nuevo término, odiadores, ha llegado precisamente para reemplazar al anterior, gorilas; demasiado zoológico y primitivo, demasiado evidente en su afán discriminador para el gusto políticamente correcto de la época, que tolera los asesinatos de fiscales pero exige que se hagan sin violar la regla del todos y todas. Odiador. Odiadores. La afirmación implícita está aquí mejor escondida pero no puede ocultar la vocación totalitaria por controlar hasta las emociones ajenas. Y el nuevo término sugiere que quien critica el peronismo jamás lo hace por buenas razones. Es porque quiere defender sus privilegios. Es porque odia. Es porque no quiere que la patria esté cada día más unida, el pueblo cada día más feliz, los niños sean los únicos privilegiados y el peronismo cumpla su promesa original de acabar con las oligarquías y la pobreza.
Penoso es comprobar que en vez de unidad nacional nos separa una grieta cada vez más honda, que en lugar de acabar con la pobreza la han reproducido y que en vez de terminar con las oligarquías se han convertido en la peor de todas, la que ha conducido al país a siete décadas de decadencia. Penoso es saber que quienes adjudican a los otros el discurso del odio son sus dueños, ya que provienen de una fuerza política que nació prometiendo organizar hogueras históricas, colgar opositores, arrasarlo todo hasta que no queden ni los nietos de los otros y no dejar en pie ningún ladrillo que no fuera peronista.
Pero no han sido solamente los discursos de Perón y de Evita, de una violencia inigualable a nivel mundial. Ha sido la larga historia nacional signada por los monstruos nacidos del peronismo, y de ningún otro partido político. No ha habido Triple A ni Montoneros salidos de la Unión Cívica Radical, ni López Regas del Pro, ni Herminios Iglesias de la Coalición Cívica, ni Hugos Moyano liberales, ni Aníbales Fernández del Partido Socialista, ni Luisitos D’ Elía desarrollistas o demócrata cristianos. Mucho menos ha habido crímenes horrendos entre miembros del mismo partido como los de Vandor y Rucci, entre muchos, ni las desapariciones de la Triple A peronista que constituyeron su revancha infame.
Nada de eso importa ni ha quedado en la memoria argenta, ya que el peronismo hace todo mal pero hace algo excepcionalmente bien: la propaganda. También hoy, el Ministerio de la Propaganda, que junto con el de la Impunidad y el de la Venganza constituyen el núcleo duro del cuarto gobierno kirchnerista, instala los temas y maneja la agenda. Veamos las noticias principales de las últimas semanas: un crimen horrendo, el de Gutiérrez, que vuelve a exponer el entramado violento y mafioso nacido en Santa Cruz del que proviene el actual gobierno; la eximición de prisión de Lázaro Báez, el principal de los corruptos asociados a la vicepresidenta; y una marcha masiva en la que miles de argentinos salieron protestar pacíficamente contra los abusos del Gobierno. ¿De qué se habla en las redes y los medios? Del comunicado de Juntos por el cambio y sus internas, y de la reacción, injustificable, ante una provocación de operadores disfrazados de periodistas. Volvió la magia del relato y la leyenda. Nunca se fue, para ser sinceros.
¿Terminarán los peronistas con nosotros, los odiadores seriales, como las Fuerzas Armadas aniquilaron por encargo a la subversión en los setenta? ¿Piensan usar los mismos métodos de 1975? ¿O acaso planean copiar lo hecho en 2017 por el revolucionario gobierno bolivariano que la cancillería de Solá y el presidente Fernández se niegan a denunciar como lo que es: una dictadura asesina? ¿Se viene, acaso, una "ley constitucional contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia" como la aprobada en Venezuela, cuyo previsible efecto no fue acabar con el odio sino profundizar sangrientamente la persecución de la oposición y criminalizar la disidencia?
¿Lograrán los dueños históricos del odio acabar con el odio? ¿O más bien usarán el odio contra los opositores como elemento aglutinador de la propia tropa y cortina de humo tras la cual ocultar las consecuencias de su incapacidad, su corrupción y su violencia? Son muchos los motivos que hacen temerlo. Empezando por los ciberpatrullajes de las redes sociales y medios de comunicación ordenados, con cargo al erario público, por las autoridades. Continuando por los asesinatos y desapariciones a manos de las fuerzas policiales durante la cuarentena. Y terminando por la incesante actividad del Ministerio de la Venganza y de la Impunidad, que concentra toda la atención de un presidente incapaz de gestionar con un mínimo de decencia e idoneidad la enorme crisis institucional, económica y sanitaria en la que ha metido al país en solo siete meses de desgobierno.