Los dos atentados contra Julio Roca
Un adoquín arrojado a la cabeza del presidente y un balazo disparado por un chico de 15 años pusieron en riesgo su vida
Los 16 senadores y 41 diputados en asamblea legislativa inauguraban ese lunes 10 de mayo el período de sesiones de 1886. Esperaban, desde las 14.30, la llegada del presidente de la República, Julio A. Roca, en el último año de su primera presidencia. Cierta agitación bullía en las calles ya que no todas las simpatías se destinaban al ex comandante de la Campaña del Desierto. Aun así, las azoteas y balcones estaban colmados desde la Casa de Gobierno hasta la Bolsa, el Correo, la Aduana y los altos de Escalada.
Roca terminó el almuerzo, alzó las cuartillas de su discurso y cruzó a pie hasta el viejo congreso de Balcarce y Bolívar (hoy conservado dentro de un edificio mayor). A las 15, irrumpió la banda del 1º de Infantería al mando del coronel Donovan y los acordes llegaron al recinto donde todo el mundo se aprestó a recibir al presidente, pero no llegó. Se interrumpieron los acordes marciales -también se escuchó un vidrio al romperse- y se formaron alarmados corrillos que presagiaban el naufragio de la asamblea. Roca y su comitiva de ministros habían cruzado a pie entre la doble fila de tropa, pero la marcha se interrumpió. Habían atentado contra Roca que, con una herida sangrante en la cabeza, fue llevado a la secretaría de la Cámara. El portero Miguel Torralba lo esperaba con una palangana con agua y varios paños.
Mano de piedra
¿Qué había pasado?, preguntaron diputados, senadores, periodistas parlamentarios y el público de los palcos. Un individuo había logrado acercarse a la comitiva y descargó su mano derecha con un adoquín sobre la cabeza de Roca, golpe que casi desvaneció al presidente y no pudo ser evitado por el doctor Carlos Pellegrini que caminaba inmediatamente detrás. Pero Pellegrini tomó al agresor y lo acogotó con el brazo derecho a la vez que David Argüello le tiraba de los cabellos y el general Levalle corría a ordenar al coronel Donovan: desplegarse como en batalla. La multitud elegante y apiñada corría y saltaba las barreras como en una competencia de vallas.
Los militares que acompañaban a Roca desenvainaron sus espadas y uno amenazó y parece que lastimó al atrapado que rogó: "mátenme". Un oficial -según La Nación del 11 de mayo- gritó "que lo envasen con la espada", exceso que casi cumple un coronel exasperado. Pero el propio Pellegrini ordenó la calma, aunque no pudo impedir -en la vereda de Balcarce- los trompis sobre el criminal. "¡No lo maten!", gritó desde el balcón de la casa paterna Vicente L. Casares.
El comisario Cernadas esposó finalmente a Ignacio Monge, el atacante. Se creyó que padecía de epilepsia intelectual impulsiva y más tarde se supo que durante un desfile de fiestas mayas se agitó severamente, se abrazó a un árbol y gritó: "¡Viva la Patria!". Hacia la noche se le confiscó un baúl en la vivienda de un doctor Mantilla donde se hospedaba y le encontraron libros espiritistas. La pesquisa reclutó seis detenidos más y uno de ellos, Eusebio Aguiar, almorzó con Monge en una fonda de Chile y Perú poco antes del atentado y fue preso. A Roca le ataron su pañuelo a la cabeza (en un tiempo exhibido con su mancha en el Museo Histórico Nacional), se repuso y leyó su discurso. Monge confesó querer liberar al país de un tirano y la investigación tomó peregrinos rumbos: se discutía si la herida la produjo un adoquín o el ladrillo inglés que la policía encontró ensangrentado y remitió al doctor Miguel Puiggari, distinguido catedrático en Química por 35 años y decano de la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de Buenos Aires (también se le pidió un dictamen del atentado a Sarmiento).
Segundo atentado
Tomás tenía 15 años y sed magnicida. Era el tercer hijo del carrero italiano José Sambrice y de la también peninsular Mariana C. de Sambrice. Vivían con precariedad familiar en General Hornos 1460 de Constitución. Tomás Sambrice se propuso matar a Roca "por ser el autor de la ruina del país" y culpable -argumentaba- de las dificultades de los obreros y de la falta de trabajo, aunque en ese verano de 1891 sólo era ministro de Interior del doctor Carlos Pellegrini.
Carlos Boneto dio trabajo a Tomás hasta el 31 de diciembre de 1890 por 8 pesos mensuales en su talabartería de Artes (hoy Pellegrini) y Tucumán. Un corredor de bebidas de apellido Pini sugirió a los Sambrice que Tomás volviera al trabajo, pero en un almacén de Defensa y San Juan.
Cuando aceptó no tenía ningún plan siniestro, sino una desmesurada conducta de liderazgo en pandilla. Tanto en su casa como en el trabajo proclamó su tirria hacia el ministro del Interior y confesó que mataría al general. Por su edad y aspecto enclenque nadie le creyó. Se determinó que unos 43 chicos amigos de Sambrice conocían sus planes. Principalmente los urdía en casa de los hermanos Palacios, hijos de un distinguido profesional que, como todos los mayores, no sospechaba nada. A los demás chicos Tomás se lo susurraba en paseos a pescar en el río y a Palermo. Los más confiables supieron de la compra de un revólver Bull-dog de 9 milímetros y los seguimientos para intentar el ataque en los días previos al gran fracaso. Dicen que un hermano más chico dijo que para matarlo en el carruaje debía tirar frontalmente. Pero no fue así.
El 19 de febrero de 1891, la reunión de gabinete que debía terminarse a la hora de la siesta se extendió. Hubo comentarios por ciertas amenazas recibidas por algunos ministros, pero resultaban poco creíbles. También había inquietud militar y dudas de cómo definir el tema de los alzados en la revolución de 1890. Ignoraban, claro, que días atrás este chiquilín entregó en casa del doctor Leandro N. Alem una carta anónima firmada por "un ciudadano". El supuesto remitente culpaba de su falta de trabajo al ministro del Interior y le pedía consejo a Alem porque había resuelto matar a Roca. También exigía respuesta inmediata al mensajero. Alem creyó que se trataba de un loco o de alguna pillería y el chico fue atendido por Remigio Lupo -aquel cronista de la Campaña del Desierto- que lo interrogó: ¿Quién era el remitente? Contestó que era un hombre de Barracas y, acorralado por Lupo, confesó engañosamente: un supuesto tío Francisco que trabajaba en las tropas de Tarugo. Pero cedió un domicilio impreciso (calle General Hornos) y la cantidad de hijos que tenía (seis, es decir él y sus hermanos). Pero Alem y Lupo pensaron que se trataba de una burda locura y no hicieron denuncia alguna.
Balazo amortiguado
Ese verano, Carlos Pellegrini viajaba diariamente en tren a su descanso estival en Adrogué. Pero ese 19 de febrero decidió quedarse en Buenos Aires y caminar tras la reunión de gabinete. A las 18.30, Roca y Gregorio Soler treparon frente a la Casa de Gobierno a un victoria y su trote los llevó por 25 de Mayo hacia el Norte. El ruido de los cascos sobre el empedrado no impidió escuchar el tiro cuando llegaron a Cangallo. "Creo que me hirieron", dijo Roca al tiempo que se escucharon corridas y voces de estupor. El disparo perforó el panel trasero del carruaje, pero el balazo se amortiguó entre un resorte del mullido respaldo sobre el que se apoyaba el ministro (rodado hoy exhibido, con la perforación del balazo reparada pero visible, en el complejo museológico de Luján). Sin saberlo, Roca tuvo sólo una magulladura en la columna, pero detuvo el carruaje, bajó y corrió en dirección contraria desenvainando su estoque mientras Soler cargaba su arma, que no usaría. Roca llegó jadeante hasta el chico sujetado por un hombre extranjero. Cuando notó que era un imberbe le preguntó indignado: "¿Quién ordenó esto?" Las crónicas difieren. Pero se sabe que Roca bastoneó al chico brevemente Y Soler lo habría tomado del cuello. La noticia se propagó como un relámpago y alcanzó al presidente Pellegrini de a pie por Florida, que corrió hasta la comisaría donde interrogaban a Sambrice pensando que el atentado -que no respondía a complot alguno- se sumaba a la inquietud militar (el general Manuel J. Campos pidió ese mismo día la baja) y había que decretar el estado de sitio. En casa de Roca, el doctor Güemes determinó que la herida era superficial y la servidumbre preparó refrescos: desde el presidente hacia abajo una multitud invadió la casa. Sólo desafinó provocativamente el estudiante de cuarto año de medicina Juan Leuttary que, asomado al zaguán de Roca, preguntó por la salud del ministro. Al enterarse del fracaso del atentado había exclamado: "¡Qué lástima!" y se puso en fuga. En Tucumán y Reconquista fue alcanzado y marchó preso a la comisaría donde el chico Tomás Sambrice se quebró y lloraba sin consuelo.