Los discípulos de Herr Schmitt
Alvaro Abos Para LA NACION
El discurso público de los Kirchner es confrontativo y belicoso. Basadsa en la teoría de Carl Schmitt, según la cual en política prevalece la dialéctica amigo-enemigo, la locomotora política kirchnerista avanza cuando identifica -a veces, cuando construye- a un antagonista. Que es intercambiable. Primero fue Carlos Menem, a quien cierta prensa kirchnerista llamaba "la Rata". En aquel match se obviaban las densas transfusiones ideológicas y políticas -destinos comunes, discursos semejantes- que había entre Menem y Kirchner. Que se remontan a los años 90, pero que se prolongan en ciertas prácticas políticas actuales, tanto del riojano como del santacruceño, como se vio en la reciente alianza parlamentaria coyuntural que las espadas legislativas kirchneristas no vacilaron en entablar con el senador Menem.
Después, el enemigo fue la oligarquía vacuna. Y, genéricamente, el campo. Esa confrontación olvidaba que la realidad agraria del país es diferente de la que dio origen a tal expresión. Después fueron el diario Clarín y sus empresas, o, genéricamente, los medios. Después fue el vicepresidente Cobos, radical cooptado durante la fugaz vigencia de esa idea tan antikirchnerista que se llamó "transversalidad" (su corta duración delató cuán extraña era al kirchnerismo esencial). Ahora, los enemigos pueden ser los jueces, si alguno de ellos se anima a poner límites al designio kirchnerista. Cuando son incondicionales, se los usa para operaciones contra los opositores.
El antagonista del kirchnerismo es quien sea que ocupe la vereda opuesta: los radicales, Elisa Carrió, Mauricio Macri, "Pino" Solanas, Tabaré Vázquez, los piqueteros no oficialistas, la centroizquierda. El atributo principal del kirchnerismo es el ataque constante, con sus diversas variantes tácticas: la sorpresa, la elección del terreno de lucha, la ocupación de espacios, el uso astuto de la información y la contrainformación, que conlleva el espionaje en las filas contrarias, etcétera.
Carl Schmitt fue un jurista y filósofo alemán cuyo principal aporte a la teoría política puede leerse en el libro El concepto de lo político , publicado en 1932. Hijo de una antigua familia católica del centro de Alemania, Carl Schmitt fue admirador temprano de Mussolini y adherente del partido nazi, al que se afilió en 1933. Había nacido el mismo año que el Führer -1888-, pero sólo se vieron una vez. Schmitt habla en sus escritos de la eternidad del Estado oponiéndola a la fugacidad de los partidos. Sostiene, siguiendo a Maquiavelo, que en el plano moral elegimos entre lo bueno y lo malo; en estética, entre lo feo y lo bello; en economía, entre lo inútil y lo productivo. Pero en política, no se parte de una elección, sino de un antagonismo. Política es una faena que cohesiona voluntades contra un rival.
Para Schmitt, no se trata de meras discrepancias de opiniones. La política brota cuando el conflicto con el otro no puede resolverse a través de normas preestablecidas. Testigo del fracaso de la República de Weimar, que dio paso al Tercer Reich, Schmitt despreciaba el parlamentarismo, consideraba irreversible el predominio de "los furiosos" y concebía al miedo infligido al rival como un factor indispensable de cualquier triunfo político. Fue detenido dos años por los aliados, cuando ocuparon Alemania en 1945.
Los libros de Schmitt, quien murió en 1985, han sido revalorizados por ensayistas, como Jacques Derrida, el argentino radicado en Londres Ernesto Laclau y Chantal Mouffé, firmas de amplia repercusión en las elites intelectuales. No debe menospreciarse a Schmitt, quien lejos de ser un Alfred Rosenberg, para citar a un ideólogo del nazismo, construyó un aparato teórico considerable, del cual esos ensayistas -o bien políticos tan prácticos como Kirchner- sacan conclusiones.
La confrontación permanente que practica Kirchner es una estrategia con límites. Ultimamente, no sólo en la Argentina, sino en el mundo, ser derrotado es lo que más rinde. Paradójicamente, tantas injusticias han llevado al mundo a reformular aquella vieja idea que estaba en el corazón del cristianismo: los últimos serán los primeros. La glorificación del vencedor es un concepto griego que se conectó con el optimismo de los Estados Unidos de América, el país de los pioneros, siempre fascinado por el winner . Sin embargo, hoy, en muchos campos, el que pierde, gana.
Se ha acuñado un neologismo: algunos políticos, para ganar voluntades y votos, se "victimizan". Es decir: tratan de sacarles rédito a sus derrotas.
En la abundante y no siempre uniforme galaxia kirchnerista surgieron voces diversas ante los resultados de las elecciones parlamentarias de junio de 2009. Ya que las clases medias urbanas y rurales se cansaron del papel de lobo feroz que Kirchner viene representando desde 2003, se dijeron algunos seguidores del Gobierno, persistir en tal senda nos lleva a una derrota segura en 2011. Entonces, la insaciable fábrica de ideas del oficialismo concibió una idea genial: hay que transformar la imagen con la que es percibido el kirchnerismo, imagen asociada con el autoritarismo y con la beligerancia. Hay que presentarse como víctimas. Pero el kirchnerismo, ¿víctima de qué sería? ¿Acaso no está en el poder y lo ejerce sin pudores?
No hay límites cuando un think tank se pone a idear. La obesidad de un Estado politizado y sectario se transforma, conforme a ese discurso, en la heroicidad de un grupo que lucha a brazo partido contra un enemigo muy superior.
Para apreciar la audacia con que los kirchneristas llevan a cabo ese travestismo, conviene reparar en la magnitud del aparato de difusión oficial. El kirchnerismo no se presenta como el partido del poder, y menos aún como la expresión de un poder hegemónico, sino como un luchador débil contra un enemigo omnipresente, aunque difuso: los medios. Se autoatribuye, el kirchnerismo, el ejercicio de una resistencia. Los medios de la prensa kirchnerista no se asumen como voceros de una propaganda de corte goebbeliano, sino como humildes David que tiran cascotes contra los poderosos Goliat. Se presentan como aquellos disidentes que, en el final del poder soviético, tenían por sola arma un mimeógrafo y que con él se batían contra el pétreo dominio de la Nomenklatura.
Bien. Pero resulta que el kirchnerismo posee o domina canales de televisión, radios, diarios, revistas, agencias de noticias, un presupuesto gigante de publicidad oficial que mantiene en la calle publicaciones sin lectores, editoriales que publican libros beneficiadas con compras al contado de organismos estatales, agencias públicas de financiación para todo tipo de actividades. En suma: una caja -vigilada por atentos comisarios-, que, en beneficio de sus intereses sectarios, discrimina currículos, alimenta a cortesanos y alienta silencios, sin tener que rendir cuentas a la sociedad, pues los organismos controladores poco controlan.
Armado con esas flechas, Kirchner ha envenenado el ámbito de la política argentina que, a casi treinta años de la restauración democrática, no puede articular consensos, ni siquiera básicos, ni definir confluencias y continuidades. Ese veneno obliga, a quienes nos sentimos opositores, a ejecutar una operación que podría sintetizarse así: cómo frenar y desarticular la belicosidad kirchnerista sin mimetizarse con ella ni reproducirla en sí misma. Pues eso sería admitir que la lógica del kirchnerismo nos incluye.
En otras palabras: cómo dejar de ser Caperucita sin que las orejas se nos llenen de pelos y los colmillos nos crezcan.
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