Los diez pasos para recuperar la esperanza
Nuestra crisis no es de ahora: desde 1962 contamos 22 años de contracción económica. A fines de 2020, el ingreso real de los argentinos fue el mismo que en 2005, que a su vez fue el mismo que en 1997, que fue apenas 10% superior al de 1974.
La inflación y la fuga al dólar, la desinversión y el empobrecimiento, la exclusión social y la diáspora de empresas y jóvenes son todos síntomas de tres problemas más profundos y persistentes.
Primero, un problema de moneda, que se explica en gran medida por la escasez de exportaciones. Sin divisas para crecer, los gobiernos eluden por un tiempo la restricción financiando con deuda, un déficit externo que eventualmente se “corrige” con crisis, controles y defaults, un ciclo difícil de revertir, vista la dificultad política para desarmar la coalición antiexportadora que sostiene la protección de sectores concentrados redistribuyendo rentas (del campo, de los ahorristas, del sector exportador).
Segundo, un déficit fiscal que se origina en parte en la creciente precarización laboral. A fines de 2019, del total de la población en edad de trabajar, solo el 19,6% tenía un empleo privado formal; es decir, pagaba (una porción cada vez menor) impuesto al ingreso, y contribuía significativamente a nuestro sistema previsional, que, desde 2016, es universal. A fines de 2020, pandemia mediante, este porcentaje fue del 18,2% (y esto mientras la prohibición de despidos aún está en vigencia). Más gasto social, menos ingresos fiscales: ningún programa fiscal es sostenible si no se revierte esta tendencia.
Por último, un problema más reciente que inhibe cualquier solución técnica: la temporariedad de las decisiones políticas. En los últimos cinco años, el país bajó y subió impuestos; inició y dio marcha atrás con un recorte de cargas laborales para estimular el empleo; liberó y limitó importaciones; creó y descreó sociedades simples para facilitar el registro de nuevas empresas (la lista sigue). La polarización no ayudó, pero no explica todo lo ocurrido: algunas de estas idas y vueltas sucedieron dentro de un mismo período de gobierno, algunas fueron iniciativas suscriptas y anuladas por los mismos legisladores. En una democracia de mercado con un Estado sin fondos, la política pública debe pensarse como ordenadora y catalizadora del esfuerzo privado. Si todo dura solo un par de años, no hay catálisis posible.
¿Qué hacer?
Un plan de gobierno no es un libro blanco: el 95% del presupuesto ya está asignado al llegar (y, en virtud de nuestro déficit fiscal crónico, es probable que del 5% restante la mitad se vaya en ajustes). Por eso, es más realista pensar el plan en los intersticios (se puede hacer mucho con reasignaciones y reorientaciones, y con mejoras en la gestión) y, sobre todo, en unas pocas grandes reformas y leyes para los primeros nueve meses, pasados los cuales el debate de políticas suele subordinarse al TEG electoral.
La siguiente lista de reformas (tres de estabilización nominal para anclar las expectativas de consolidación fiscal; seis de inclusión social para asegurar su viabilidad y una última de carácter político), no es excluyente.
1 Un nuevo acuerdo fiscal entre Nación y provincias que establezca un compromiso con el equilibrio fiscal, penalice el arbitraje tributario federal (provincias que suben impuestos cuando la Nación baja los suyos) y limite el sobreendeudamiento.
2 Una reforma tributaria basada en un esquema progresivo del impuesto a los ingresos que reemplace los muchos impuestos distorsivos y duplicados que desalientan la producción y la formalidad, junto con un esquema de administración que reduzca la evasión y rompa el círculo vicioso de la dualidad tributaria donde la evasión sube el costo de los que pagan, incentivando la evasión.
3 Una reforma previsional integral que no sea un mero cambio de fórmula, sino un nuevo contrato social con respaldo político del gobierno y la oposición, como el estipulado en la ley de reparación de 2016, y que comprenda a los tres componentes del sistema por separado: el contributivo, el universal (PUAM y moratorias, asimilables a una transferencia social en el presupuesto nacional), y regímenes especiales y provinciales (que deben ser sustentables o converger al régimen general).
4 Una ley de emergencia laboral que introduzca, en forma paralela y de manera optativa a cada convenio, un régimen contractual que facilite la inserción laboral de los jóvenes, y la reinserción formal de los adultos desplazados por el sistema o permanentemente informalizados. La prohibición de despidos es insostenible. En la Argentina, no habrá estabilidad nominal ni desarrollo social sin inclusión laboral.
5 Convenios laborales que se ajusten a estructuras de costos y prácticas laborales que varían por tamaño de empresa, actividades y regiones, un primer paso para reconocer la realidad de las pymes y del federalismo.
6 Un instituto de formación laboral continua que identifique perfiles laborales y certifique cursos, efectores y alumnos para que la formación profesional y la educación técnica sean pasaportes al trabajo decente.
7 Una reforma educativa que fortalezca las orientaciones laborales y las prácticas profesionales del nivel secundario; que reasigne recursos donde más haga falta para reducir las desigualdades socioeconómicas del sistema; que digitalice el aula e incorpore tecnología en el proceso de enseñanza y aprendizaje y en la gestión institucional; que use la evaluación y los datos al servicio de la escuela y del docente.
8 Un plan de conectividad universal para mitigar las desigualdades sociales y geográficas en la conexión en línea, que incluya: a) conexión de todos los municipios a la red federal de alta velocidad; b) un programa de espacios públicos conectados gratuitamente; c) vouchers de conectividad para hogares de bajos ingresos. La conectividad es el tren del siglo XXI y debe ser tratado como tal.
9 Un piso mínimo de ingreso, un monto equivalente a la canasta básica alimentaria (hoy en 9150 pesos) a depositarse sin intermediarios en la cuenta bancaria universal de quienes tienen ingresos por debajo de la línea de indigencia, condicionado a la formación e inserción laboral, de modo de eliminar la pobreza extrema y, de a poco, comenzar a revertir la segregación y precarización laboral.
Muchos de estos nueve pasos están, en alguna versión, ya pensados y escritos; algunos tienen o tuvieron su paso por el Congreso; todos fueron frenados o revertidos por decisiones políticas. Por eso, y porque una reforma efímera nacida con fórceps está condenada al fracaso, todas requieren, como condición necesaria, de un décimo paso: un acuerdo político que prometa no un improbable consenso, sino un compromiso de que las reformas aprobadas durarán más que un mandato y no serán desarticuladas con la próxima crisis, y una comunicación honesta que persuada a los votantes de la necesidad y la conveniencia de apostar por ellas para salir por arriba de esta trampa de pobreza inclusiva. ß
Decano de la escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella