Los días de 1983 en que cobró forma la ilusión democrática
Las elecciones que consagraron presidente a Raúl Alfonsín plasmaron un ideal de convivencia republicana, pluralista y sostenida en la ética de los derechos humanos
La elección presidencial de 1983 puso fin definitivamente al ciclo de dictaduras cívico-militares e inició el largo ciclo democrático en el que hoy vivimos. También fue la primera derrota electoral peronista en una elección presidencial, algo en su momento sorpresivo. Pero lo más significativo es que en 1983 se estableció un régimen democrático original, fundado en el Estado de derecho y las normas republicanas, pluralista y con el sólido sustento ético proveniente de los derechos humanos.
Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero estos fundamentos, quizás un poco maltrechos, están presentes en momentos de encarar la octava elección presidencial de este ciclo democrático. Para explicar aquel momento decisivo, el Club del Progreso y la Universidad de San Andrés convocaron a Carlos Rosenkrantz -jurista, académico y colaborador de Raúl Alfonsín-, a quién acompañé en la habituales exposiciones a dos voces de este ciclo sobre "Elecciones decisivas".
Alfonsín triunfó en 1983 porque supo dar forma a un novedoso estado de ánimo de la sociedad, aventajando así a un peronismo por entonces anclado en una Argentina superada. Un elemento central del momento -que Alfonsín percibió con claridad- fue la ilusión democrática. La ilusión fue fundamental para construir, con materiales viejos, una nueva democracia; pero, a la vez, fue su talón de Aquiles.
Clima de época
La imagen de la democracia se construyó desde 1982, en contraposición con la de una dictadura cuyos horrores clandestinos se hicieron públicos al fin de la catastrófica aventura de Malvinas. La dictadura expresaba el Mal y su potencia demoníaca, mientras que a la democracia se le asignó una potencia similar, pero benefactora. A la fenecida dictadura se le atribuyeron todos los males del país, que la democracia venía a solucionar. No solo sería un régimen de gobierno y un instrumento de convivencia y deliberación social, sino también una panacea.
Raúl Alfonsín dio forma política a este estado de ánimo. Carlos Rosenkrantz lo caracteriza como un político que aunaba los principios valorativos, las ideas meditadas y el juicio práctico -el olfato- que le permitía percibir el imperativo del momento y actuar en consonancia. Acreditó sus principios durante los años de la dictadura militar, cuando -a diferencia de casi todos los políticos de entonces- se comprometió en la defensa de los derechos humanos y condenó, casi en solitario, la guerra de Malvinas, que juzgaba criminal.
Esta base ética se convirtió en política de ideas en un tiempo -los años ochenta- donde "las ideas movían la política". Hombre de muchas lecturas, Alfonsín dialogó con distintos grupos de intelectuales, nucleados en torno de Dante Caputo, Juan Carlos Portantiero y Carlos Nino. Nino y su grupo de juristas y filósofos -allí estaba el joven Rosenkrantz- lo ayudaron a dar forma a sus ideas relativas a la justicia y la violencia política. Así se delineó una propuesta cuyo objetivo básico era acabar con la violencia mediante la afirmación del Estado de derecho y el gobierno de la ley. A estas ideas Alfonsín agregó su ponderación de las circunstancias: la singularidad del momento y los límites de lo posible.
De la conjunción de principios, ideas y posibilidades surgió la propuesta de enjuiciamiento de los responsables directos del terrorismo -tanto los militares como los guerrilleros-, el establecimiento de los grados de responsabilidad -entre ellos, el principio de la obediencia debida- y la decisión de iniciar un proceso conflictivo y doloroso, pero a la vez de fijar un punto final. Fue quizá su propuesta electoral más contundente: la que partió aguas con un justicialismo partidario de aceptar la auto amnistía de los militares, la que definió la base jurídica de la democracia por construir.
Similar combinación de principios, ideas y juicio práctico encuentra Rosenkrantz en un conjunto de políticas modernizadoras, que resolvían conflictos cruciales: la cuestión de límites con Chile, la creación del Mercosur, la campaña de alfabetización, el programa alimentario, las leyes de patria potestad compartida y divorcio vincular.
La propuesta de Alfonsín impulsó la construcción de un actor político nuevo: la civilidad, que trascendía los límites de los partidos políticos. Hubo un acelerado aprendizaje teórico y práctico de la democracia y de las múltiples formas de expresión, desde el sufragio hasta las movilizaciones cívicas y el uso del espacio público. La práctica arraigó los valores democráticos y sustentó la idea de que, más allá de las dificultades, el éxito estaba al final del camino. Se conformó una vida política institucional y plural: en los partidos políticos, con afiliaciones masivas, en el Congreso, con debates intensos y productivos, y en la animada discusión pública que puso la base para grandes acuerdos, como el del Beagle o el Mercosur. Incluso repercutió en el peronismo, que se convirtió de movimiento en partido y dio a luz una renovada dirigencia, por entonces adaptada a la nueva política republicana.
Los límites
El momento culminante de la civilidad fue Semana Santa de 1987, cuando llenó todas las plazas de la República en apoyo de la democracia y del gobierno civil, cuestionado por los militares. Fue un clímax pero también un momento de ruptura, pues en el balance final -que incluyó la sanción de las leyes de Punto final y Obediencia debida- la civilidad percibió que había un límite a la potencia democrática. Los límites también se manifestaron en las reticencias o resistencias de los sindicatos, los empresarios y la Iglesia. Una coyuntura internacional adversa hizo más visibles los problemas económicos, y reveló la limitada capacidad de un Estado no reformado para poner orden en la puja de los intereses y fijarles un rumbo.
Todo ello rompió el encanto de la ilusión democrática e inició el ciclo de la desilusión. La civilidad se retiró, se desgranó o pasó a la oposición, y al final el gobierno perdió la iniciativa, hasta el colapso hiperinflacionario de 1989. Más grave aún, comenzó un proceso de erosión de la democracia republicana y el Estado de derecho.
¿Cuál fue el balance de esta primera presidencia democrática? En lo inmediato, sus sucesores tuvieron éxito en la construcción de la idea del inevitable fracaso de un gobierno no peronista. El mismo Alfonsín contribuyó a esa idea -sostiene Rosenkrantz- cuando, después de asumir que su gobierno debía solucionar todos los problemas de la Argentina, terminó insatisfecho con su tarea, lo que expresó en su célebre "no pude, no supe, no quise". En realidad, no quiso aceptar que el suyo era un gobierno de transición, con poco margen para la épica, y que buena parte de la tarea debía quedar a cargo de sus sucesores.
La perspectiva histórica contribuyó a modificar ese balance. Hoy se aprecia que con Alfonsín se revolvió en lo esencial el problema de la violencia política, que había marcado toda la experiencia argentina en los siglos XIX y XX y que, sin desaparecer totalmente, perdió legitimidad en la sociedad. También puso las bases de la democracia que hoy tenemos, única forma de gobierno aceptada como legítima. Aunque muchos de los rasgos más novedosos de 1983 fueron desdibujándose, la democracia conservó una raíz suficientemente sólida para sobrevivir a remezones variados.
"Alfonsín nos educó", concluye Rosenkrantz. Olvidadas las peripecias de su gobierno, se constituyó en modelo y ejemplo de estadista y político; uno de los pocos -sino el único- de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI.
Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia