Los derechos humanos no son peronistas
El Gobierno organiza con fondos públicos una exposición para denostar a la oposición, a la que canallescamente vincula con la dictadura; quieren un sistema de partido único: el propio
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En la tapa de Primera Plana posterior a la Navidad de 1965 hay una caricatura firmada por Flax (seudónimo de Lino Palacio) donde aparece el presidente Arturo Illia con un pajarito en la cabeza, perplejo, y al lado la leyenda: “¿Y si les digo que tampoco sé cómo se corta un pan dulce?”. La ilustración era, en sí misma, la nota central. Luego, cuando ya el golpe tuvo lugar, se sostuvo: “Illia, dueño del gobierno, se creyó poseedor también del poder”. Según esta tesis, contraria a la tradición liberal, era necesaria la reconciliación entre el poder formal y el real. Hace poco Cristina Kirchner dijo en el CCK: “Que te den el bastón no significa que tengas el poder”. Coincidencias.
No fue un episodio aislado: hubo muchas alusiones a la presunta ineptitud del presidente radical y a la esperanza que despertaba Onganía, militar al que los peronistas miraban con simpatía. Después de todo, ¿no era Perón un militar que había llegado mediante un golpe, el del 43? En otra viñeta, el mismo Flax mostraba una escena en la que un Illia perdido, al lado de una ventana, le decía al ministro de Defensa: “Siento ruido de soldaditos, pero no pasa nada…”. Una anticipación de lo que harían Marcelo Tinelli y el peronismo bonaerense con otro presidente democrático y radical. Para no hablar de la portada del 28 de junio de 1966, con tanques negros sobre fondo blanco y el título en rojo: “¿Quiénes quieren el golpe?”. Esa misma semana en el programa de Canal 13 La familia Falcón, ante medio millón de televidentes, se había repudiado el quiebre institucional: un termómetro de la clase media. Pero Perón, en sordina y desde su exilio, sí lo auspiciaba: ¿no asumió Onganía con la presencia estelar de sindicalistas como José Alonso, que acababa de volver de una cumbre en Puerta de Hierro, y dirigentes de la CGE de José Ber Gelbard?
La revista Primera Plana fue fundada por Jacobo Timerman como un apoyo al grupo de los “Azules”, pero la impronta sofisticada se la infundieron con el tiempo periodistas cultísimos como Osiris Troiani, Ramiro de Casasbellas, Ernesto Schoo y Tomás Eloy Martínez. A tal punto fue así que Horacio Verbitsky, sin disimular los celos, llegó a decir que la publicación había sido cooptada por “los barrocos”. Fue uno de aquellos periodistas “barrocos”, Casasbellas, poeta al fin, el primero que hizo un mea culpa público y explícito por la campaña golpista contra Illia. También Mariano Grondona, articulista estrella de Primera Plana, en una entrevista que le hice en su casa, ya en este siglo, formuló su autocrítica: “Brasil se nos escapaba”, me dijo, e imputó “el error” al hecho de que los vecinos, desde el golpe militar de Castelo Branco en 1964, habían comenzado a crecer sin pausa. Los peronistas nunca se arrepintieron.
Unos años después Timerman volvió a convocar a muchos de aquellos periodistas para que trabajaran en otro proyecto de más vastos alcances: el diario La Opinión. Casasbellas rehusó la invitación en dos ocasiones, pero finalmente terminó aceptando cuando entró como editor Enrique Jara.
Tiempos signados por la violencia política y por una gran desgracia personal, dos líneas que terminaron cruzándose en un punto inefable: en un accidente automovilístico, en el verano de 1975, murieron la mujer y las dos pequeñas hijas de Casasbellas. El 19 de abril de 1977 Victoria Ocampo le envió al viudo una carta, alegrándose de saber que volvería a casarse. Pero cinco días antes, el 14, Enrique Jara había sido emboscado al volver a su casa en Acassuso. Lo subieron a un auto y lo llevaron hasta el departamento de Jacobo Timerman. Al llegar, le ordenaron a Jara que tocara el timbre. Cuando Timerman le abrió los militares irrumpieron en el living. Luego se los llevaron por separado, los interrogaron y los torturaron. En esa misma operación cayó Casasbellas. Los militares querían confirmar que el verdadero dueño de La Opinión era Graiver y que el financiamiento provenía del secuestro de los Born.
David Graiver había sostenido ante Perón, en una visita a Puerta de Hierro propiciada por Gelbard, que no le importaba el dinero sino el poder, pero que el poder se conseguía con un banco, un diario y un ejército. Bancos tenía varios; diario, uno: La Opinión; ejército, también uno: Montoneros. Mientras Jacobo estaba preso, su hijo Héctor, futuro canciller de Cristina Kirchner, mintió a sabiendas: puso en la tapa que el grupo Graiver nunca había tenido relación con el diario. Poco tiempo después algunos documentos probarían el acuerdo secreto entre Graiver, Timerman y Montoneros.
“A mí Jacobo me dijo que el diario era de él”, repetía Casasbellas al coronel Camps y al comisario Etchecolatz en las mazmorras de la dictadura. En los careos con Timerman y Jara repitió lo mismo. No mentía. Se sintió “usado”. Le anunciaron por fin que lo liberarían y lo llevarían al casamiento en City Bell. Hasta lo afeitaron para la ocasión. Pero cuando iban hacia allá el auto tomó un camino desconocido. El periodista pensó: “Qué ingenuo que fui, agarran para otro lado porque me van a matar”. Había sido un simple error y, providencialmente, llegó para la hora prevista. Ironías del destino: su futuro suegro había integrado el gabinete del presidente Illia.
El kirchnerismo, eficaz manipulador, dotó a David Graiver del carácter de “víctima” de una estafa imaginaria organizada por los principales diarios del país, en presunta connivencia con la dictadura, para quitarle la empresa Papel Prensa. Era una jugada a tres bandas: ensuciar a la prensa independiente, que el delito fuera imprescriptible y recuperar una empresa cara a un peronismo que había sabido escamotear ese insumo a los diarios en los años 50. Al periodismo: ¡ni papel! Esa operación judicial –tan aparatosa como fallida– fue orquestada por el fiscal de Justicia Legítima Leonel Gómez Barbella, quien (¡oh, casualidad!) fue propuesto hace poco por el Gobierno como juez federal. Quisieron convertir a un lavador de dinero de la guerrilla peronista en un prócer y a un militante partidario en juez. Demasiadas coincidencias.
En esa avidez revisionista se inscribe hoy la manipulación de la ESMA. Convirtiendo un templo de la memoria en un chiquero, el Gobierno organiza con fondos públicos una exposición para denostar a la oposición, a la que canallescamente vincula con la dictadura (¡otra vez la cantinela!) y, apropiándose del lema “nunca más”, reclama su lisa y llana proscripción. Quieren un sistema de partido único: peronista, claro. Cuando Máximo Kirchner postula, con el mismo énfasis con el que un cura reparte incienso, que los porteños votan mal es casi un souvenir de ese vaciamiento de la democracia. Golosinas envenenadas que siguen en el mercado.
Olvida esta versión antojadiza de la historia que el peronismo nació el 4 de junio de 1943, con un golpe de Estado. Olvida que su fundador fue un militar educado en la Italia fascista. Olvida que Cipriano Lombilla torturaba durante el peronismo canónico en la comisaría frente al Hospital Ramos Mejía. Olvida que ayudaron a derrocar a Illia y a De la Rúa. Olvida el primogénito que la Triple A no es una invención de los “gorilas”, sino del propio Perón y su séquito de brujos y matones. Olvida que la violencia política de los 70 fue prohijada por Perón desde España. Olvida que un gobierno peronista firmó el decreto de “aniquilamiento” de los extremistas. Olvida que fue Alfonsín el que puso en el banquillo a las Juntas Militares y auspició el Nunca Más y la Conadep, comisión que ellos rehusaron integrar. Olvida también que Ítalo Luder y los sindicalistas de la UOM (los mismos que compactaron a un opositor interno en sus cabinas de basura) hicieron un pacto con los militares para convalidar la autoamnistía dictada por el dictador Bignone. Olvida, por fin, que mientras muchos abogados valientes presentaban habeas corpus por los desaparecidos, sus padres ejecutaban deudores de la circular 1050, escondidos en el remoto sur.