Los demócratas se olvidaron de la clase trabajadora
Asombro es poco. La mitad de los votantes quedó desolada con los resultados de las elecciones en Estados Unidos. Muchos votaron a Donald Trump por convencimiento; otros, porque estaban ciegos, sordos y mudos, y el resto simplemente por un militante odio al sistema democrático tal como se lo conoce.
Si nunca se vio en la historia norteamericana una batalla electoral para conquistar la Casa Blanca tan chata, tan escasa de planes de acción, tan vacía de contenidos, tampoco hubo candidatos tan mediocres. Sí hay un antecedente casi pintado de Trump en cuanto al miedo que produce su presencia. Fue Barry Goldwater, fallecido en 1998, un ex piloto de la fuerza aérea durante la Segunda Guerra Mundial, que le disputó el cargo supremo a Lyndon Johnson en las elecciones de 1964. Era partidario fervoroso de la guerra atómica si la Unión Soviética daba un paso en falso y estaba respaldado física y económicamente por el Ku Klux Klan.
Todo análisis del fracaso de Hillary Clinton es complejísimo y exige utilizar política, historia, sociología y hasta filosofía. Desde los tiempos de Franklin Delano Roosevelt los demócratas tenían la imagen de liberales y defensores de los derrotados por la crisis de 1929 que se extendió a lo largo de los años 30. También de los negros excluidos, de los sureños ignorados en sus reclamos, de los judíos en medio de los brotes antisemitas, de la clase media baja y los inmigrantes, y, fundamentalmente, de los sindicatos. Los obreros eran devotos admiradores de Roosevelt.
Eran tiempos de la llamada Alianza FDR (las siglas de Roosevelt), los trabajadores oficiaron de sostén de los triunfos reiterados de los demócratas. Los faros que iluminaron esa alianza fueron una renovada fe en el capitalismo; la contención del comunismo por todos los medios y un estado keynesiano que brinda oportunidades para todos.
Ese romance se fue desgastando poco a poco desde la presidencia de John Fitzgerald Kennedy, un poco menos con Lyndon Johnson (quien puso en marcha el conflicto de Vietnam) y se agravó desmesuradamente -después de varios éxitos del Partido Republicano- con la gestión de Bill Clinton. ¿Qué hizo Clinton de malo? Abandonar a los sindicatos a su suerte y rodearse, para conducir el país, de élites cultas y académicas que controlaban todo y fijaban criterios estrictos. La gestión Clinton rompió la alianza anterior al acelerar los tiempos con retos competitivos con Europa y Japón, elevando el gasto militar (que tanto había cuestionado el republicano Ike Eisenhower en 1952); en lo estrictamente económico elevaron las importaciones y bajaron las exportaciones. Fue todo un efecto tenaza que poco a poco hizo que muchos sectores entraran en crisis, otros levantaran las fábricas y las trasladaran al exterior, especialmente las automotrices.
Desde la ropa, los utensilios domésticos, los elementos electrónicos, las computadoras hasta los automóviles, todo se hacía en otras partes del mundo, en especial en el Pacífico asiático y un poco, lo residual, en América Central.
El pretexto de los fabricantes fue el apretón impositivo y el costo de la mano de obra. Los plutócratas exponían sus razones y Washington los eximía de todo pecado.
La desigualdad creció, las élites se llevaron el dinero, y los trabajadores y empresarios medianos y pequeños se cayeron escaleras abajo. El consumismo de la clase media se esfumó. De hecho dejó de funcionar el contrato que prometía bienestar para todos. La frustración colectiva se agigantó. Los gobiernos abandonaron a los necesitados. El odio contra el Congreso, la Casa Blanca y los partidos políticos, más la presencia de Obama y la ausencia de quien representara a los ciudadanos maltratados hizo aflorar el racismo en todo el centro del país y en las grandes ciudades.
Pese a sus constantes groserías, a su egocentrismo, a sus declaraciones racistas y misóginas, a sus gestos mussolinianos, a su ignorancia en la administración de un país, Trump validó todas las voces marginales y hasta cuestionó al establishment del cual forma parte. Utilizó todo tipo de argumentos irresponsables y fue apoyado también por congregaciones religiosas extremistas a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.
En esta campaña política y en sus resultados, la democracia quedó desfigurada. Sus promesas económicas de proteccionismo agravarán las condiciones del comercio internacional. Sus excesivos buenos modales con Putin y sus gestos despectivos contra la OTAN pueden crear mayor inestabilidad política en una Europa donde florecen los nacionalismos y los extremismos. Su desentendimiento con China, una enorme potencia militar y económica, es muy peligroso. Todos los acuerdos internacionales forjados durante años quedan despedazados. Es, para los expertos, una inmoralidad.
Trump fue desestimado en todo momento, los propios republicanos no supieron frenarlo, los encuestadores se equivocaron una vez más y se comprobó sin dudas que los medios de comunicación no definen una elección presidencial ni nunca lo hicieron: la mayoría de los medios había elegido a Hillary. Muchos columnistas la emprendieron contra Trump como si se tratara de una guerra. Y perdieron.
El mundo ha quedado espantado. El ascenso de Trump a la cúspide del poder político parece un suicidio de la democracia norteamericana. La única y débil esperanza que queda es que las fuerzas del establishment y sus intereses le pongan algún freno. ¿Lograrán frenar a este matón de película de Far West?
Miembro del Club Político Argentino