Los cuellos de las camisas y la épica de la austeridad
Varias décadas de populismo distorsionaron ideas básicas sobre el valor de las cosas y la sustentabilidad de los recursos públicos, y boicotearon la cultura del esfuerzo y la vocación de riesgo
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–“Si paga el Estado, no paga nadie”.
–“Ser empleado público es lo mejor que te puede pasar: si no vas, ¿quién te va a echar?”.
–“Gastátela: ahorrar o invertir es ir a pérdida”.
Sería exagerado decir que este pequeño inventario de frases hechas expresa un pensamiento dominante en la Argentina. Pero sería ingenuo creer que estas ideas no se han extendido en los últimos veinte años, incentivadas desde el poder. Tal vez nos incomode reconocerlo, pero varias décadas de populismo se nos han metido inexorablemente en la cabeza. Haber vivido en una vorágine galopante de emisión monetaria, déficits crónicos, subsidios e inflación descontrolada ha hecho un gigantesco daño económico, por supuesto, pero también ha moldeado de alguna forma nuestra psicología ciudadana. El populismo ha distorsionado algunas ideas básicas sobre el valor de las cosas y sobre la sustentabilidad de los recursos públicos. Ha nublado nuestra perspectiva de futuro y ha exacerbado un “puro presente” en el que se gasta sin mirar la cuenta. Ha boicoteado, además, la cultura del esfuerzo y la vocación de riesgo. Y ha desdibujado pautas de racionalidad y cuidado hasta en nuestros hábitos más cotidianos.
Combatir algunas ideas distorsionadas es casi tan importante como combatir el déficit y la inflación. Quizás hasta sea más difícil. Por supuesto que una economía más sana y estable ayudaría a recuperar nociones virtuosas como las de la planificación, el sacrificio y la austeridad, pero hará falta una profunda revisión de ciertos hábitos y comportamientos para inculcar en las nuevas generaciones ideas que, poco a poco, han perdido gravitación y consenso. Tal vez haya ahí una conversación que nos debemos tanto en los ámbitos familiares como sociales y comunitarios.
Se suele hablar de los subsidios al transporte y la energía como un problema estrictamente económico. Lo son, no cabe duda. Pero también han producido una desviación conceptual. Si hubo generaciones que aprendieron a apagar las luces, graduar la calefacción y no dejar el televisor prendido, porque todo el tiempo se les recordaba que eso tenía un alto costo para la economía familiar, hoy hay otras que naturalizaron el despilfarro: una factura de luz llegó a valer lo mismo que un café. Un pasaje en tren a Salta costaba diez veces menos que el taxi hasta la estación. ¿Quién lo pagaba? ¿Cómo se financiaban semejantes distorsiones? El populismo fue exitoso en ocultar el vínculo entre esa “gratuidad” y la inflación, la salvaje presión impositiva y los déficits crónicos de una economía atravesada, además, por la corrupción.
Aludir al derroche hogareño de luz podría parecer una minucia doméstica. Sin embargo, tal vez encontremos ahí el germen de una sociedad cada vez más alejada de la racionalidad económica. Cuando dejamos de preocuparnos por el costo de la energía, dejamos, en algún sentido, de preocuparnos por el futuro. Nos convertimos también en una sociedad menos responsable: “alguien lo pagará”; “no es mi problema”. El valor de las cosas se confunde con una abstracción lejana.
La indiferencia frente al gasto del Estado se convierte, casi naturalmente, en indiferencia frente al espacio y los servicios públicos. Hay una conexión, invisible pero directa, entre el déficit fiscal y el deterioro de la educación, la salud y la seguridad. La idea de que “no lo paga nadie” también se vincula con la degradación de las ciudades, donde el vandalismo y la violencia tienden a dominar el paisaje.
En sociedades que nos deslumbran por la calidad y la excelencia de la infraestructura y las prestaciones públicas, lo que hay, antes que riqueza, es un sentido de responsabilidad, de cuidado y de valoración del bien común. Vale la pena ver Días perfectos, la película de Wim Wenders que estuvo nominada al Oscar, no solo para disfrutar del buen cine, sino para entender a una sociedad, la japonesa, a través de sus baños públicos, de los que Tokio se siente orgullosa. Cuidar el patrimonio y el presupuesto fiscal es un valor económico, pero también cultural.
Recuperar esa idea básica sobre el valor de las cosas asoma como uno de los grandes desafíos de un país que intenta encontrar un nuevo rumbo. Y para eso tal vez haya que rescatar una cultura de la austeridad contra la cual ha conspirado el populismo, aunque ayudado –es cierto– por los rasgos de una época en la que se exacerban la inmediatez y la gratificación del consumismo.
Si volvemos a la escala microscópica de la esfera doméstica, recordaremos una cultura familiar que se asentaba sobre el reconocimiento de que “todo cuesta”: la antítesis perfecta de que “no lo paga nadie”. Sobre esa base se inculcaba una noción de la responsabilidad y del cuidado que se practicaba en la casa, en la escuela y, por supuesto, en el Estado. La austeridad era una virtud, pero a la vez un pilar de la economía en todos sus órdenes.
Hubo una generación que, cuando se gastaban los cuellos de las camisas, iba a la modista del barrio para que se los diera vuelta, y que cambiaba las suelas en las zapaterías para estirar la vida útil del calzado. En las casas se reutilizaban hasta los sachets de leche, y las latas de tomate o de durazno se convertían en macetas. Se caminaba más y se usaba menos el auto. La inseguridad urbana todavía no había alejado a la clase media del transporte público. Se cuidaba el agua como un recurso escaso y se cultivaban pequeñas huertas para el consumo hogareño. En la cocina siempre había una alcancía que simbolizaba el valor del ahorro.
La enumeración de pequeñeces se tiñe de color sepia y quizá pueda confundirse con nostalgia y hasta con alguna idealización de una época en blanco y negro. Pero en países más prósperos y avanzados, nada de esto suena extraño en pleno siglo XXI. En cualquier edificio de París está penalizado el derroche de la luz o del agua. En las terrazas de los bares europeos se reparten mantas, no se enciende la calefacción. El uso del auto se desalienta, tanto por razones económicas como de sustentabilidad urbana y ahorro de combustibles fósiles.
La austeridad es hija de la racionalidad económica, aunque se haya forjado en la escasez de posguerra y en las penurias de la inmigración. No define a una clase social, sino a la cultura de una sociedad. El cuidado de los recursos deriva en una actitud más responsable y contribuye, de una manera directa, a la jerarquización de los servicios y el espacio públicos. El consumo motoriza las economías y marca el pulso vital de una sociedad capitalista, pero el consumismo exacerbado puede reflejar, como ha ocurrido en la Argentina, la angustia de una sociedad que no cree en su propia moneda y que se resigna a comprar en Ahora 12 porque no conoce el crédito para la vivienda o para el desarrollo de un emprendimiento de riesgo.
El populismo ha encontrado un campo fértil en un tiempo en el que se estimula el “todo ya”. Para las nuevas generaciones, la distancia entre el deseo y la satisfacción del deseo es cada vez más corta. Las nociones de “carrera”, “largo plazo” y “sacrificio” empiezan a sonar extrañas. Indagar en las causas de ese fenómeno nos conecta con los efectos complejos de la revolución digital, de las redes sociales y de las transformaciones profundas de sociedades en las que se han reconfigurado los liderazgos adultos y se han desdibujado las referencias de autoridad que antes representaban los maestros y los padres. Nos remite, también, a sociedades más fragmentadas, dominadas por la incertidumbre y el miedo. Descifrar ese entramado de cambios es un monumental desafío para las ciencias sociales. Pero ante semejante revolución, algunas ideas antiguas, pero no necesariamente viejas, tal vez sirvan como una brújula. Son ideas simples, pero a la vez esenciales: las cosas valen y se ganan con esfuerzo; los recursos se deben cuidar, tanto en la esfera pública como en la doméstica; al Estado lo pagamos todos; las normas están para ser cumplidas; los derechos implican obligaciones. Parece fácil, pero décadas de populismo nos han alejado de ese breve catálogo de principios elementales, cuyo simple recitado parece fuera de época. Recuperar esas ideas luce tan difícil, y a la vez tan necesario, como vencer la inflación.