Los cuadernos de las coimas. ¿Seremos capaces de dejar atrás la impunidad crónica?
No parece haber mapas trazados para la zona en la que ha entrado la Argentina, tras la catarata de eventos que desataron los cuadernos de Centeno. Si basta una palanca para mover el mundo, la pregunta relevante es si estamos ante el punto de apoyo capaz de dejar atrás la impunidad crónica en nuestro país. Porque lo significativo no radica en la sorpresa ante lo que esa meticulosa caligrafía revela. Nadie medianamente informado -y no obnubilado por la ideología- se sorprende al leer los datos que sugieren la ilimitada codicia del binomio corrupto que ocupó durante doce años la presidencia de la Nación. Binomio que, con sus secuaces, juntaba cientos de millones de dólares en efectivo y se abrazaba a las cajas fuertes mientras declamaba la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la pobreza. Esta cínica agitación de banderas distraía a la población del verdadero objetivo: el robo a mansalva que se amasaba en la trastienda, en la que se usaban esas banderas como alfombra. De hecho, nunca sabremos con certeza lo que transportó cada uno de esos bolsos, en términos de costo humano e infraestructural para nuestra sociedad.
No sorprende, a la vez, la contracara de la moneda: empresarios sin escrúpulos, dispuestos a vender el alma a cualquier postor con tal de obtener un contrato con sobreprecios. Y simultáneamente dispuestos a arrepentirse, como conejos asustados, ante el menor atisbo de seriedad en la Justicia. Tampoco sorprende que haya jueces involucrados, como es el caso de Oyarbide, que ha minado, junto a tantos otros, las bases de la institución misma a la que pertenecían y cuyos fallos debieran revisarse frente a sus declaraciones. Nada de lo descripto es reciente: la Argentina ha sido -será bueno poder conjugarlo para siempre en pasado-, hasta no hace mucho, un proyecto de impunidad a largo plazo en el contexto de una destrucción masiva de su capital humano. Esta es la faceta más imperdonable, si cabe, de la corrupción.
Junto a ello, la Argentina ha sido también un curioso experimento colectivo de sobreadaptación a su trágico destino. El país lleva décadas rumiando la corrupción, llevándola de un estómago al otro, sin jamás expurgarla. Por eso, para una sociedad que se ha mostrado imposibilitada para la catarsis, condenada a hundirse en su propio dióxido de carbono, esta reacción de la Justicia es una inmensa bocanada de oxígeno. Y allí radica lo significativo de lo que ocurre: se ha tocado en la población una fibra remota, una esperanza largamente dormida, una sensación de oportunidad histórica. Porque nuestra sociedad intuye que no podrá ponerse en marcha nunca si no resuelve su problema de administración de justicia. La Argentina, aunque cambie de signo político, seguirá psicológicamente detenida mientras no tenga la capacidad de regular y purgar sus propias conductas. La consecuencia de vivir en esta atmósfera no es inocua: supone la pérdida de respeto de la comunidad por la ley y, a la larga, por sí misma. Esta pérdida de respeto por sí misma está avanzada y ha convertido a la Argentina en un sálvese quien pueda.
Ya es hora de que la Justicia sea implacable y de que caigan todos los que tengan que caer. Indispensable es, además, que la expresidenta sea despojada de sus fueros por el Senado, para poder ser juzgada. Sin embargo, la función de la Justicia es más profunda que castigar a los que quiebran la ley. Supone una reparación y una restauración del lazo que nos une como sociedad, tiene una función simbólica purificadora que nada puede sustituir. Es la enseñanza de las tragedias antiguas: cuando el crimen no tiene expiación, la peste se intensifica. La Argentina mantuvo hasta ahora esta peste en sus sótanos más allá de los cambios en el resto de su edificio.
Es evidente también que el combate a la corrupción en la Argentina no puede seguir avanzando a golpes de coraje y azar. La causa más importante que haya tenido la Argentina en la materia ha brotado de la nada, como una flor silvestre, mezcla de heroísmo personal de quien aportó las pruebas, el azar de ser su depositario y el profesionalismo periodístico de quien las recibió. Pero si cualquier detalle de estos hubiera fallado, seguiríamos en la misma penosa situación que antes. En materia de prevención, a su vez, es insólito que en plena era de la inteligencia artificial no hayamos creado aún un sistema para todas las contrataciones públicas, blindado contra los embates de nuestra peculiar malicia público-privada.
Necesitamos también seguir avanzando, tal como se ha venido haciendo, en la reforma de la Justicia. Porque no es casualidad que en esta causa se estén dando mejores resultados. La Cámara de Apelaciones de Comodoro Py, sospechada en otras épocas de vender sus fallos, cuenta con cinco renovaciones entre sus seis integrantes. Cosa que ya no garantiza impunidad, como ocurrió en el caso Skanska. Este dato crucial probablemente esté detrás del incentivo de los sospechados para confesar como arrepentidos. Y las renovaciones han ido más lejos: desde el inicio del gobierno de Cambiemos hasta fin de este año, se habrán renovado aproximadamente 350 de los 960 jueces nacionales y federales.
Tal vez Centeno haya estado escribiendo en su cuaderno escolar, sin saberlo, los primeros palotes de una nueva Argentina. En todo caso, el país se ha dado a sí mismo una oportunidad extraordinaria que debe ir a fondo y no quedar en fuegos artificiales. Alguna vez recordamos la curiosa forma que adoptaba entre nosotros la teoría del caos: aquí no son las mariposas las que producen maremotos, sino los maremotos los que quedan reducidos a mariposas. Vivimos en un país en el que lo significativo se convierte, con el paso del tiempo, en insignificante. A grandes causas, diminutos efectos. La ventana de esperanza abierta ahora supone revertir esta lógica de reducidores de cabeza de los hechos y restaurar definitivamente en la Argentina el nexo entre los actos y sus consecuencias. Que no se frustre esta ilusión.