Los chats de la secretaria, un retrato de la impostura kirchnerista
Más allá de la información que surge de esas pruebas judiciales, lo que revelan es una cultura política que gobernó la Argentina
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Los chats de la secretaria privada del expresidente Fernández podrían ser editados, en realidad, como la biografía de una época.
Además de hechos, datos y conductas, revelan algo de fondo: una cultura del poder que gobernó la Argentina durante cuatro períodos presidenciales. Es una cultura en la que nada es lo que parece, que está basada en el ocultamiento y la impostura, en la que el relato y la supuesta ideología son apenas la máscara y la coartada para tapar la realidad. Los chats hablan de Alberto Fernández, claro, pero también hablan del kirchnerismo y de un sistema de valores o disvalores enquistado en un sector de la política. Retratan una cultura enemiga de la transparencia, en la que el peor pecado no es violar la ley, sino ser descubierto.
Cuando se cotejan las revelaciones de los chats con los discursos y la retórica del expresidente, no solo aparece una doble moral. También queda al desnudo la concepción del poder como un simulacro. Todo era una actuación y una pantalla que ocultaba lo inconfesable. Pero sería ingenuo suponer que esa fue una actitud encapsulada y que la impostura se agota en un individuo que llegó a ocupar la presidencia de la Nación. Lo que muestran los chats debe entenderse en el marco de un sistema y una cultura política que naturalizó el engaño y que apostó, desde sus tiempos fundacionales, a encubrir determinadas conductas detrás de los fuegos artificiales y la cáscara vacía de un supuesto relato ideológico.
Los antecedentes son muchos y muy claros: desde el yate de Insaurralde hasta los bolsos de López, desde la fiesta de Olivos hasta el vacunatorio vip. Desde las viviendas de Schoklender y Bonafini hasta la fábrica de billetes del exvicepresidente Boudou y el desvío millonario de obras públicas para el señor Lázaro Báez. En el medio pueden anotarse los oscuros negocios del exjuez Zaffaroni con departamentos alquilados para la explotación y trata de personas hasta episodios aparentemente menores pero sintomáticos, como el caso de la titular del Inadi que tenía en su casa a una empleada “en negro”. Todo remite a lo mismo: un discurso “para la gilada” y un decorado ideológico que encubre negocios y conductas inconfesables. Es una cultura, además, en la que la palabra está disociada de la ética. Y en la que los datos y las estadísticas se pueden manipular o adulterar según los intereses del que gobierna. El Indec de Moreno fue un símbolo, y a la vez una confesión que terminó ayer en condena judicial.
Cada uno de los episodios que generaron escándalo y debates fueron, sin embargo, la punta de un iceberg. Con toda su carga de revelación, apenas llegaron a mostrar una pequeña porción de un gigantesco entramado de corrupción, desviaciones, abusos y privilegios derivados de una idea del poder asociada a la impunidad. Lo que expusieron cada uno de esos casos fue a dirigentes que se creían más allá de la ley y que tomaron al Estado en beneficio propio, tanto para enriquecerse como para esconder sus miserias. La fiesta clandestina en Olivos, en medio de la cuarentena estricta, fue una demostración grosera de esa cultura: lo que rige para todos, no rige para mí. Hacia afuera, el verbo inflamado y el dedo levantado; hacia adentro, patente de corso y “zona liberada”.
Los chats de la secretaria, como los cuadernos del chofer que en su momento reveló Diego Cabot en LA NACION, son registros y testimonios de un momento histórico. En el espíritu monárquico del kirchnerismo, deben considerarse “deslealtades” de la servidumbre. Pero cada uno de esos archivos es un espejo en el que se refleja el alma y la textura moral de una facción que aún hoy conserva un enorme poder desde gobiernos provinciales y municipales, así como en el Congreso de la Nación. Que algunos de esos casos les haya costado el ostracismo a sus protagonistas, no significa que esa cultura haya muerto. ¿Alguien cree que con el escándalo del “Bandido” se extinguieron definitivamente la influencia y los métodos de Insaurralde en la provincia de Buenos Aires?
Frente a cada uno de esos escándalos, la reacción fue casi idéntica, extraída de un manual que responde a la misma lógica del ocultamiento y la impostura: denunciar “una conspiración”, un intento de desestabilización y una “mano negra” de las corporaciones. Siempre se busca, al mismo tiempo, correr al juez y embarrar la cancha. Todo, mientras se agitan fantasmas y se hacen extrañas elucubraciones. El kirchnerismo no se preguntaba cómo era posible que Insaurralde estuviera de fiesta en un yate en el Mediterráneo, sino quién le había tendido “una cama”, de qué operación había sido “víctima” para que se conocieran esas fotos.
Cuando la conspiración no alcanza se apela, en última instancia, al recurso al que ha echado mano, una vez más, el expresidente Fernández: negar todo. El yate no era el yate; las fotos están trucadas; la fiesta no existió. En este caso, la reacción parece inspirada más en la cultura popular: “Vos negá, siempre negá”, le recomienda Eliseo, el inefable protagonista de la taquillera serie El encargado, a su ayudante. La asociación entre el expresidente y este portero de doble personalidad, que vive entre la simulación y la corruptela, enredado en su microcosmos de miserias, engaños y paranoias, tal vez sea gráfica y oportuna, aunque es por cierto penosa. Eliseo abusa de su pequeño poder como encargado. El éxito del personaje quizá tenga que ver con algo que, en la cultura política y social de la Argentina, nos resulta demasiado familiar.
En los casos en los que las pruebas son irrefutables, se intenta la operación “sorpresa y despegue”. Nadie conocía las fechorías de José López, nadie sabía que Insaurralde firmaba decretos desde el yate. No se los reconoce como piezas de un engranaje sino como excepciones y anomalías de las que nadie se hace cargo. Ahora veremos otra teatralización: la fingida indignación del cristinismo frente al oscuro mundo de Fernández.
La impostura del poder fue tan obscena que chocó con sus propios límites. La sucesión de fotos, bolsos, cuadernos y videos la dejó finalmente en evidencia hasta el punto de provocar hartazgo e indignación en buena parte de la sociedad. Es necesario identificar ese estado de ánimo para entender el drástico giro político que implicó, el año pasado, el triunfo de Javier Milei. Se descubrió que en el relato kirchnerista había, además de un entramado de ineficiencia y corrupción, un gran simulacro basado en la hipocresía y la mentira. La mayoría optó, entonces, por un liderazgo que parece encarnar una suerte de sinceridad brutal y que “dice lo que piensa” aún al punto de la temeridad y el exceso. Se descubrió que el poder tenía una máscara y un disfraz, y no se optó por ir hacia una vestimenta que pudiera considerarse apropiada y convencional, sino por dar el salto al striptease y al desnudo provocador. La historia de ese viraje recién se está escribiendo.
Queda, sin embargo, una pregunta en el aire: ¿cómo se pudo llegar tan lejos? ¿cómo funcionó durante casi veinte años la retórica hueca del poder? Hay respuestas económicas, por supuesto, vinculadas al distribucionismo engañoso del populismo, pero también hay una doble vara y una ética gaseosa en el seno de la sociedad. Es la actitud que hoy exhiben, sin inmutarse, muchas asociaciones o colectivos feministas frente a hechos que, por su propia naturaleza, hubieran merecido su rápida y enérgica reacción. Son núcleos de la sociedad que también muestran un mayor apego al relato que a la verdad, y a los que las cosas les parecen mal o bien según sean funcionales o no a su estética discursiva y también a sus intereses materiales. Si el transgresor es “de los nuestros”, somos indulgentes y fingimos ceguera. Si es del “bando enemigo”, somos implacables y feroces. No se defienden principios, sino intereses y conveniencias. Lo vemos frente a la tragedia de Venezuela: para el pseudoprogresismo argentino, las dictaduras “propias” no son dictaduras. ¿Cuántas asociaciones de derechos humanos se han pronunciado frente al drama de la hija de Daniel Ortega, que denuncia por abuso sexual y represión al dictador nicaragüense?
El escándalo de los chats nos conecta también con componentes de cinismo que han echado raíces en la cultura política argentina. Los simboliza la declaración que acaba de hacer el dirigente Juan Grabois: “Alberto Fernández es un inmoral, pero yo lo volvería a votar”. Se le debe agradecer la franqueza al combativo “dirigente social”: confiesa que la moral y la política transitan, para el kirchnerismo, por senderos paralelos y pertenecen a mundos separados.
Los chats de la secretaria nos muestran, en definitiva, mucho más que una trama de negocios, favores y dramas en los que se mezclan la impostura y la violencia. Exhiben hasta qué punto llegó a naturalizarse la doble moral en el poder. Grabois nos recuerda que el peligro sigue ahí: “yo lo volvería a votar”. No habla de Fernández, al que hoy nadie imagina candidato a nada, sino de una cultura que sigue viva y que ha quedado retratada, como una bitácora, en el celular de una secretaria que creyó, como Eliseo, que el poder, grande o pequeño, no está para ser honrado sino para aprovecharse de él.