Los "cabecitas blancas" de Trump
Algunos dicen, con sorna, que la sociología es una rama de la literatura. Puede ser, pero la afirmación acaso funcione mejor a la inversa, cuando la literatura expone los fenómenos sociales con más agudeza que la ciencia. El cuento de Jorge Asís "Nuestro tren" es un ejemplo. Describe, con depurada concisión, las reflexiones de un pasajero anónimo de clase popular que viaja diariamente en tren de Tigre a Retiro. El hombre exhibe una particular sensibilidad para la estratificación social: diferencia las estaciones según el nivel socioeconómico de la zona donde están ubicadas. La división que establece es tajante y clasista: las estaciones son "de nosotros" o son "de ellos". Así, las primeras -Tigre, Carupá, San Fernando, Virreyes y Victoria- le pertenecen a los trabajadores como él. Beccar es indecisa, traicionera. Pero con el avance del viaje cambia la suerte, vienen las estaciones "de ellos": "En San Isidro empieza a subir la gente blanca", afirma el personaje.
El cuento exhibe la fisura y la tensión sorda entre las clases. En el tren no separan a los pasajeros las opiniones políticas, sino las costumbres condicionadas por la desigualdad económica y simbólica. No es la grieta, es la distancia social. Ésta se expresa en las disparidades del nivel de estudios, la calificación laboral, los medios de información, el lugar de residencia, las formas de socialización, la estética, el olor. En el relato de Asís, "ellos" hablan, se visten, ganan, piensan y viven muy por encima de "nosotros", los callados y sufridos laburantes que nos saludamos en silencio, apenas con la mirada. Ellos se sienten a disgusto al lado nuestro, nos evitan. El cuento revela dos universos asimétricos, que se recelan y disputan espacios en la proximidad indeseada y momentánea del tren. La revancha del pobre es apropiárselo. Considerarlo, con complicidad de clase, "nuestro tren".
Si la América del Norte imaginaria fuera ese tren, podría decirse que los votantes de Trump buscan lo mismo que el obrero de Asís: que les pertenezca y los contenga, ya que conforman el pueblo, según el mito fundador de la democracia. Esa pulsión no es sólo económica. Una de sus fuentes es la desigualdad material, pero posee un contenido más abarcador. Implica las restituciones de la identidad y la propiedad originarias, supuestamente usurpadas por una cultura extraña que niega los valores ancestrales.
En un artículo publicado esta semana en The New Yorker, el ensayista indio Pankaj Mishra establece un paralelo, insólito pero sugerente, entre la prédica de Trump y el pensamiento de Rousseau. Escribe Mishra que el presidente electo enfrenta a las élites en defensa del pueblo originario como lo hizo el filósofo francés. El enemigo de Rousseau era Voltaire y el Iluminismo. El de Trump es el establishment americano responsable, según él, de la decadencia del país. Para Mishra, su xenofobia nacionalista parece inspirada en una frase del Emilio: "Todo patriota es severo con los extraños. Ante sus ojos ellos no son nada".
La asimilación con Rousseau y su época induce a pensar que el ascenso de Trump encierra un fenómeno histórico universal, que excede el voto castigo por razones económicas. Otro dato avala esa presunción: además de los blancos pobres y poco instruidos, lo apoyaron otros blancos con nivel educativo e inserción laboral. Ellos no reclaman ingresos, sino un jefe autoritario que los salve de los enemigos de la patria. Retorna aquí el mito universal de la redención, que supone el restablecimiento de la integridad del pueblo sufriente, agredida por los extraños y los poderosos. En eso consiste hacer de nuevo grande a América. El pueblo no busca un líder religioso que lo salve, sino uno mundano, pero el modelo se repite en la historia. Según enseñó Max Weber, los antepasados del demagogo moderno son los profetas del Antiguo Testamento.
Como puede imaginarse, este tema ocupó un lugar central en el origen del peronismo. Al analizar el modelo de llegada de Perón al poder, Silvia Sigal y Eliseo Verón sostienen que éste concibió su arribo a la política como el cumplimiento estricto de una misión superior, que era el bien de la patria. Esa meta requiere la confianza y la fe del pueblo, para acompañarlo en su camino de salvación. Eso convierte a Perón en un redentor, que proclama: llego a ustedes para decirles que no están solos en su anhelo de liberación social. Así se encuentran el líder y su pueblo: "El primero actúa y habla -escriben Sigal y Verón-; el segundo confía y observa, mudo, la convergencia progresiva entre la esperanza y la realidad: la palabra del primero y la situación del segundo terminarán por coincidir".
Antes fueron los "cabecitas negras" de Evita, ahora son los "cabecitas blancas" de Trump. Cambió el color, pero se mantuvieron el reclamo y la manipulación. Son individuos de clase media y popular, discriminados, agresivos, heridos en su identidad. Los retrató la literatura, como en el cuento de Asís; reaparecen con frecuencia en la historia política y en la filosofía social, y quienes los conducen interpretan y aprovechan con oportunismo su sufrimiento. Son, en fin, el producto explosivo de la injusticia y la irracionalidad, dos rasgos trágicos que las élites suelen menospreciar.