Los bolsos vaticinan más subdesarrollo
El desafío ahora es resolver con qué modelo, con qué capital y con qué burguesía podremos diseñar un proyecto de desarrollo para el país
Para cualquier persona que viva en la Argentina, la existencia de la corrupción y la debilidad del Estado para controlarla no son ninguna sorpresa. Sin embargo, los llamados cuadernos de la corrupción han introducido dos novedades importantes. Por un lado, suponen una explicitación de un sistema predatorio de recaudación de dinero ilegal de un tamaño inimaginable, y por el otro, y más importante, la constatación de que el sector privado argentino es tan corrupto como los políticos de turno. Ya no se trata, como hemos visto varias veces en los últimos años, de empresarios "inventados" y poco escrupulosos que al amparo y con la complicidad de un gobierno construyen fortunas propias o ajenas de la noche a la mañana. Este caso pone bajo sospecha a una elite empresarial de alta trayectoria y prestigio social, y por añadidura, a gran parte de la clase empresarial de nuestro país. Por supuesto, no todos y cada uno de los empresarios (ni de los políticos, por cierto) son iguales ni han incurrido en las mismas prácticas, pero con sus imputaciones y confesiones, el empresariado ha perdido una parte significativa de su credibilidad social como actor estratégico para el desarrollo de la Argentina.
A pesar de que, igual que otras, la causa de los cuadernos parece comprometer de una manera muy directa y verosímil a la expresidenta Cristina Kirchner, todo el problema es una muy mala noticia también para el presidente Macri. En primer lugar, porque gran parte de su imagen renovadora de la política se construyó sobre la base de no ser él un desprestigiado actor político tradicional sino un empresario que sabía armar equipos eficaces y eficientes para gestionar, y así lo había demostrado en su gobierno porteño. Si el empresariado ahora es tan cuestionable como los políticos, entonces su origen empresarial ya no le dará un aura distintiva que le permita ser percibido como un líder capaz de sortear problemas complejos y dilemas morales en la gestión. En segundo lugar, porque de manera justa o injusta, la presencia de su familia en la causa lo afecta, como lo atestigua el énfasis que la expresidenta Cristina y varios de sus seguidores ponen en esa presencia. Y en tercer lugar, y mucho más importante pues excede al daño de su imagen personal, porque la Argentina pierde una nueva oportunidad de generar un capitalismo socialmente legítimo para impulsar su desarrollo.
En la historia de nuestro país la relación entre el Estado y el empresariado siempre fue confusa y opaca. El primero exagerando sus incursiones sobre las ganancias del segundo, y el segundo capturando al primero para buscar rentas sectoriales por encima de la capacidad productiva del sistema. Para poner el actual problema en perspectiva, podría decirse que la Argentina no puede salir de un círculo vicioso entre la política y la economía. En otras palabras, la política casi nunca generó las condiciones de confianza para un capitalismo de riesgo y competitivo, y la clase capitalista casi siempre prefirió conseguir privilegios y rentas garantizadas en mercados controlados. El resultado conjunto de esos múltiples atajos son, ya se sabe de sobra, altísimos costos sociales en términos de productividad, generación de riqueza, redistribución y calidad de vida de la inmensa mayoría de los habitantes. A pesar de las excusas de unos y otros, esa connivencia hizo imposible la inversión y el crecimiento en serio en nuestro país. Los consecuentes períodos de desequilibrios e inflación, así como los sucesivos intentos de estabilización económica, contribuyeron a la inestabilidad política y a la retroalimentación de nuestra imposibilidad de desarrollo sostenido.
La actual coyuntura nos está mostrando la cara más grotesca de ese círculo vicioso: la afinidad histórica y estructural entre el capitalismo y el Estado se plasma en bolsos llenos de billetes en circuitos de coimas dignos de las mejores novelas policiales. Pero de allí surge una pregunta más profunda y dramática que la mera trama de los cuadernos: ¿con qué modelo capitalista piensa la Argentina su propio desarrollo? En otras palabras, ¿con qué capital, qué inversiones, y sobre todo, con qué burguesía sería posible para el actual gobierno (o los próximos) diseñar un proyecto de desarrollo?
Alfonsín pensó en los "capitanes" de la industria doméstica; Menem, en los grandes grupos económicos internacionalizados, y los Kirchner, en el capitalismo de amigos y el consumo. Sobre el telón de fondo de todos esos fracasos en lograr el desarrollo, hoy ni el actual gobierno, ni ningún actor de la oposición, tienen una idea sofisticada sobre ese punto. Afortunadamente o no, ya no existen, como antaño, dos modelos antagónicos para el desarrollo de la Argentina. No tiene un modelo la oposición, que no logra superar el conjunto errático y disperso de políticas típico del kirchnerismo, ni tampoco lo tiene el Gobierno, que a pesar de sus triunfos electorales no logra proyectar un horizonte a mediano plazo ni definir un contorno del país que desea.
Pero lo peor es que tampoco hay mucho para elegir. Por ejemplo, la inversión extranjera, la gran salvación que solo llega a cuentagotas desde hace décadas, aumentará su larga reticencia mientras el kirchnerismo siga siendo una opción política. Al capital agropecuario, el más dinámico de la economía actual, se le cambian sistemáticamente las reglas de juego, lo que dificulta aún más su propia organización, y las grandes empresas de la construcción están casi todas comprometidas con la corrupción y no se sabe cuál será el impacto económico que absorban al finalizar este proceso.
Como si todo esto no fuera ya suficiente, en este contexto llega una vez más el amargo e inevitable momento del ajuste, lo que nos obligará a pensar también en otras cuestiones igualmente difíciles, tanto por su sustancia como por su complejidad. Por ejemplo, ¿cuáles deben ser el papel y las capacidades burocráticas y técnicas del Estado en la administración del ajuste? Cuando hay viento a favor todo parece más sencillo, pero dados nuestra historia y nuestro presente, sería bueno tener una estrategia institucional que apunte a mejorar sustancialmente la confianza pública y los nexos entre el Estado y la sociedad para explicar y acompañar políticamente ese proceso colectivo, seleccionando las tareas prioritarias con seriedad y sentido contracíclico, y no corriendo como siempre detrás de la urgencia con la meta exclusiva del recorte de los gastos. Es decir, podríamos construir también en este aspecto una política de Estado y no un mero nuevo reproche a la real pesada herencia recibida.
En definitiva, a la Argentina se le ha apagado una luz más al final del túnel. En los próximos años, la política y los negocios tratarán de sobrevivir, pero la causa de los cuadernos puso de manifiesto una realidad que nos demandará como sociedad, en el mejor de los casos, un desafiante e imperioso ejercicio de inteligencia y buena voluntad para diseñar tanto nuestro crecimiento como el trámite de nuestros reveses.
Politólogo. Presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político