Los argentinos nos gritamos en las tribunas pero nos entendemos en un café
En Argentina cada vez que ocurre una tragedia miramos al Estado. Con derecho y con razón lo hacemos. Así es la democracia que recuperamos para siempre, como dijo Alfonsín. Pasó en cada tragedia, pasó en la tragedia de Cromañón, pasa cuando un grupo de vecinos linchan a un ladrón, pasa cuando vemos a un grupo de chicos revolver un basural. Todos decimos: ¿Y dónde está el Estado, qué hizo? Somos un país que pide siempre Estado. Aunque ese pedido signifique distintos Estados: el Estado social, el Estado policial, la escuela. No hay sector económico que no aspire a eso. A un subsidio, a una protección estatal. Soy de Río Negro, recuerdo las asambleas de chacareros después de fuertes nevadas; se juntaban y reclamaban ayuda pública. Era lógico. Todos los que producen, aún los que se muestran más autosuficientes y más de avanzada (más "integrados al mundo"), viven atentos y esperan cosas del Estado. Aún los que chillan contra el Estado quieren contar con él. Tenemos esa cultura estado-céntrica.
A la vez, somos un país donde muchísimos quieren sentirse realizados pero solos, sin la "ayuda" de nadie. ¿Cuántas veces oímos a un trabajador o trabajadora decir "yo no le debo nada a nadie", "lo que tengo me lo gané con mis propias manos"? Ese es el núcleo popular del discurso tan agitado de los "anti planes". Porque sabemos lo que nos dicen cuando nos dicen eso. Para muchos compatriotas el progreso es algo que se logra de modo individual. El Estado queda para los que no pueden, para los relegados, los excluidos. Porque en ese imaginario de millones progresar es pasar de la salud pública a la prepaga. Miremos al pueblo argentino y veamos: la inmensa mayoría quiere vivir en los beneficios de la economía capitalista más que en los beneficios del Estado.
Y ahí tenemos un límite: la economía capitalista tal como la conocimos no alcanza a incluir a todos. Por eso existe, por ejemplo, la "economía popular". Porque es, entre otras cosas, el trabajo de los de abajo que se inventan el trabajo, trabajadores sin patrón, trabajadores de los bordes de la sociedad.
Esta ambigüedad argentina, este zigzagueo entre pedir Estado y rechazar la política, produce que muchos digan, repitan y machaquen: los sindicatos son mafias, los empleados públicos son privilegiados, los que cobran planes son vagos. Así, muchas veces vimos cómo se formula un discurso en el que las víctimas de una economía injusta resultarían las culpables. ¿Pero cómo conciliamos todas estas cosas? Porque del otro lado pasa lo mismo: desde la política (desde el peronismo, desde el progresismo, desde la militancia), miramos con desconfianza a los empresarios. Siempre vemos lo mismo: quieren flexibilización laboral para explotar sin derechos a los que trabajan, quieren fugar los dólares, quieren importar de China para no producir acá, etc.
En suma: vivimos en un país de prejuicios rígidos. Necesitamos quebrar esa inercia que nos lleva a este empate donde todos nos quedamos con nuestras verdades, donde todos tenemos razón.
Soy un tipo que pastorea, que camina, que habla y escucha con serenidad. Aspiro siempre a expresar la realidad de los que más sufren. Pero se hacen necesarios para este tiempo la construcción de puentes entre los distintos mundos, entre personas que quizás nunca se miraron a los ojos. Pregunto: ¿tuvimos oportunidad de escucharnos los argentinos?
Hace unos años vi un documental. Se trataba de algo insólito: un músico afroamericano que cruza los Estados Unidos recorriendo todos los pueblos perdidos donde aún hay miembros del Ku Klux Klan. ¿Qué hacía? Se iba a hablar y a escuchar. ¿Cuál fue el resultado? Coleccionó máscaras de 200 miembros del KKK que nunca habían conocido a un hombre negro. Nadie se despintó. Los negros siguieron siendo negros, los blancos siguieron siendo blancos. Pero germinó un espíritu de tolerancia que no se impuso de arriba hacia abajo sino que nació de sus corazones. Él los vio llorar, vio quiénes eran esos que lo odiaban, descubrió la miseria también de ese hombre blanco del interior profundo de un Estados Unidos que conocía la crisis, la desindustrialización, el descalabro de su viejo sueño industrial. Pero destaco la pequeña propuesta que anida ahí: conocer al otro, ir a buscarlo. Créanme: los argentinos nos gritamos en las tribunas, pero nos entendemos en un café. No lo digo porque crea utópicamente que se puede reconciliar todo, sino que se puede aprender a vivir en la diferencia. Si un empresario se toma un café con un cartonero al otro día uno seguirá siendo empresario y el otro juntando cartón. Pero creo en la chispa sensible de las personas, en la conciencia, en que podemos mirar nuestra vida y agregarle dimensiones. Así como un día descubrimos el placer por la música, por el cine, por la literatura. Un día descubrimos el placer por la justicia, por la justicia social. Aunque suene egoísta hay que decirlo: "lo que reparo en otros lo reparo en mí". La indiferencia es nuestro enemigo. No es el que piensa distinto nuestro enemigo. Es el que nunca pensó en esto.
La Argentina tiene una tarea: romper prejuicios para volver a reconstruirse. Recordemos las palabras de John F. Kennedy, cuando a los ojos del mundo lanzó un imperativo para sus compatriotas, y les dijo (palabra más, palabra menos) que no se pregunten qué puede hacer el país por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por el país. Esa pregunta en estos tiempos de crisis tiene que retumbar en cada conciencia y, más aún, en la conciencia de quienes más tienen, de los más poderosos de nuestra tierra.
Fernando "Chino" Navarro