Los argentinos después de la protesta
Poco a poco se apagan las luces del 8-N, el gran acontecimiento de masas de las últimas décadas. Miles de ecos, bajo la forma de especulaciones, comentarios, vivencias e impresiones lo prolongan, hasta que su rastro empiece a perderse, reemplazado por otros sucesos en la incesante ráfaga de estímulos que caracteriza a nuestra sociedad.
La actualidad política pareció engullirse por unos días al caleidoscopio de la vida social. El vigor de la protesta, espoleada por las demandas, las redes sociales y el boca a boca, reforzó una poderosa clasificación alentada desde el Gobierno: oficialistas y opositores, kirchneristas y antikirchneristas. La imagen de un país dividido y enfrentado dominó la escena y ocupó las primeras planas. Cada uno de los participantes y de los espectadores interesados, se autoubicó de un lado o del otro, resignificando su identidad según criterios puramente políticos. Muchos otros, acaso los más, siguieron fieles a su apatía de espaldas al acontecimiento.
Lentamente, sin embargo, cada uno vuelve a ser cada cual, como dice la canción de Serrat. Al cabo de la fiesta, el pobre regresa a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. En términos de la psicología social, la masa se disuelve devolviendo a cada concurrente su filiación, arrebatada transitoriamente por la confluencia multitudinaria.
¿Por qué un acontecimiento político tan importante adquiere carácter contingente, pasajero? La sociología clásica acerca una respuesta: la multitud constituye una corriente social, un fenómeno fuerte, pero efímero, menos consistente que un hecho social institucionalizado. En otros términos: la protesta masiva puede torcer la suerte de un gobierno, pero no es idónea para promover un sistema político sólido, un Poder Judicial independiente o una moneda estable.
El restablecimiento de la primacía de lo social sobre lo político estimula la reflexión. Entre otras cosas, muestra cómo se estratifica la sociedad ante la política. La esfera pública es el campo de acción e incumbencia de las elites del poder. Funcionarios del Gobierno, políticos, empresarios, sindicalistas forman parte de ese estamento. Para ellos el 8-N se extiende en infinitas especulaciones, cálculos, estrategias, temores y proyecciones. Buena parte de su suerte estará determinada en los próximos tiempos por la evolución del malestar social.
Otro es el destino de los protagonistas de la protesta. La "gente" -ese conglomerado que inventó el marketing- regresa naturalmente a sus circunstancias: el trabajo, la vida familiar, el consumo, la diversión. Pasada la euforia y el encasillamiento político, el hombre medio vuelve a mezclarse en espacios comunes, cuyo foco es el consumo mediático, el mundo laboral, el deporte, la utilización del tiempo libre, los lazos cara a cara. La participación democrática hace crecer la conciencia y deja un sedimento positivo, mantiene la alerta y la actitud crítica hacia el poder.
Sin embargo, ante la telenovela de moda, los goles del ídolo deportivo, las contorsiones de una modelo o el hecho policial del momento, se clausuran las diferencias políticas. Defensores y detractores del Gobierno se interesan por las mismas noticias, comparten temores, alienaciones y esperanzas. Los atrapa el amarillismo tanto como un buen concierto; el asado familiar se comparte con la actualidad de las barras bravas. Ningún opositor evita ver el fútbol o un buen documental porque lo trasmita el canal oficial; ningún oficialista se priva de los debates políticos o del baile del caño porque la emisora que lo emite pertenezca al grupo maldecido por el Gobierno.
Acaso estemos sobreactuando las diferencias políticas, deslizándonos en el goce masoquista de la sociedad dividida, perdiendo de vista el consenso social y el poderoso efecto unificador del mercado y las costumbres. Y aún más, tal vez el ruido de las voces y la agresividad de las discusiones encubran un acuerdo de fondo entre los argentinos, de la elite y de la calle: el anhelo de un Estado fuerte que nos asegure el futuro.
Con homogeneidad cultural y desacuerdos acotados, la Argentina parece encaminarse a un cambio de gobierno en un plazo natural o en una aceleración indeseada. Ése es el efecto de la protesta. Ahora, más allá de ella, cuando cada uno vuelve a ser cada cual, se aprecia la naturaleza ambigua de nuestra sociedad. Pueden ponderarse entonces, con realismo, las virtudes y los defectos que determinan su actualidad y condicionarán probablemente su evolución en el tiempo por venir.
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