Los aprendizajes de la rebelión de los padres
No nos salvamos de la pandemia sin cuidar la educación, los empleos, sino con vacunas, cuya escasez y malversación el Gobierno todavía debe explicar
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Algunos lo hicieron en la calle; otros, en las redes sociales o en los foros de opinión. Una inmensa mayoría lo hizo a través de los grupos de WhatsApp que nuclean a madres y padres del colegio. Otros se organizaron para recurrir a la Justicia o abrazar a las escuelas. Por una u otra vía, millones de padres han salido a defender la educación de sus hijos. Es la expresión de una ciudadanía que se rebela contra la arbitrariedad y la improvisación del Estado. Es el síntoma de una sociedad que, aun atravesada por la angustia y la incertidumbre que provoca la pandemia, no está dispuesta a sacrificar el futuro de los jóvenes ni todos sus márgenes de libertad.
La reacción social ante el intempestivo cierre de las escuelas en el mayor conglomerado urbano del país muestra a una ciudadanía activa, que ha sacado lecciones de lo que ocurrió el año pasado, que no quiere quedar atrapada en la espiral del miedo y que, por lo menos, reclama ser escuchada. Es una reacción que, aunque supone tensiones y eleva la temperatura del debate público, resulta reconfortante. La sociedad, con herramientas legítimas de participación cívica, ha marcado un límite: con nuestros hijos, no. Y en beneficio del futuro, ha salido a defender a la escuela. Tal vez porque ha quedado demasiado claro que son pocos los que la defienden, a pesar de los eslóganes que dicen lo contrario.
Las escuelas estuvieron un año cerradas sin que los gremios docentes levantaran la voz. No solo hicieron silencio: “militaron” el cierre y lo convirtieron en una bandera. El Gobierno habilitó los casinos, los bingos y los estadios de fútbol mucho antes que la actividad presencial en los colegios. No se hizo lugar a las advertencias sobre la inmensa desigualdad que generaba la educación virtual. Tampoco se les prestó atención a las secuelas físicas y psicológicas que provocaba en los chicos la falta de escolaridad. Nadie se preguntó, desde el poder, dónde estaban los pibes que no iban al colegio y que no tienen en su casa ni computadora, ni wifi, ni padres con posibilidades de guiarlos en el aprendizaje por Zoom.
En 2020, la indolencia del Gobierno frente a la catástrofe educativa que se desarrollaba a la par de la pandemia contó con la complicidad del sindicalismo docente. Pero, quizá por el miedo y el desconcierto generalizados, contó también con mayor margen de tolerancia social. Aunque hubo presión para que se reabrieran las escuelas, se llegó a fin de año sin que los chicos pisaran las aulas. Ningún país del mundo hizo algo semejante: hubo suspensiones temporales de clases, idas y venidas, cierres regionales, esquemas mixtos de presencialidad y virtualidad. Nadie, ni remotamente, mantuvo un año entero los colegios cerrados.
La sociedad argentina advirtió el costo inmenso y multifacético que tuvo para los chicos la falta de escolaridad. Aun las familias con mejores condiciones y posibilidades para mantener la conexión virtual con los docentes advirtieron que sus hijos no aprendían al mismo ritmo, quedaban muy rezagados y, en lugar de un año escolar, lo que tuvieron fue (en el mejor de los casos) un parche. Hay alumnos que aprobaron quinto grado sin saber dividir o pasaron a segundo sin un nivel aceptable de lectoescritura. Pero, además, la virtualidad produjo regresiones, retraimiento, pérdida en la capacidad de concentración. También potenció el aislamiento y retrasó, en los más chicos, el proceso de maduración y adquisición de autonomía. Cuando se habla de cuidar la salud por encima de cualquier otra cosa, el Gobierno no parece reparar en esto.
La sociedad ha advertido lo obvio: el manejo oficial de la pandemia no ha evitado la tragedia sanitaria (en la Argentina ya hay casi 60.000 muertos por el virus), pero ha agudizado, a la vez, muchos otros flagelos sociales, empezando por la desigualdad y la pobreza. No son abstracciones: son chicos y chicas que pierden el tren de su propio futuro, que quedan atrapados en una espiral de exclusión, que son víctimas de violencia intrafamiliar sin que la escuela pueda rescatarlos, que caen en adicciones sin que un docente los pueda salvar, que pierden la referencia de sus maestros y de sus compañeros, que se quedan sin aliciente y sin motivación. Son chicos que el año pasado se quedaron sin escuela, pero también sin el club del barrio, sin la sociedad de fomento, sin el comedor. “Nos tuvieron a nosotros”, dice el Estado con una retórica que roza el cinismo. Habría que preguntar qué es un Estado sin escuela: ¿un Estado presente o desertor?
En la clase media, el costo no ha sido menor. Muchos chicos dejaron el año pasado el colegio y les cuesta mucho retomarlo. Perdieron el hábito y el ritmo de la escuela. Se han acentuado trastornos del sueño, cuadros de ansiedad y depresiones.
Después de haber sufrido todas estas consecuencias, y de haber aprendido de la traumática experiencia del año pasado, la sociedad parece advertir algo más: que no se puede combatir la pandemia con anteojeras, como si el coronavirus fuera la única amenaza y el único peligro que enfrenta la sociedad. Entre otras cosas, hemos aprendido que no podemos encerrarnos en un sótano hasta que alguien nos avise que el coronavirus se ha evaporado. Y que el desafío está en convivir con la pandemia de un modo responsable, cuidándonos los unos a los otros; no los unos de los otros.
La reacción social de estos días parece encontrar su base en ese aprendizaje. Lo que está diciendo una gran cantidad de ciudadanos es que, por supuesto, es indispensable sostener medidas de responsabilidad y de cuidado frente al riesgo sanitario. Es razonable, incluso, que algunas de esas medidas deban extremarse ante la escalada de casos. Pero no podemos, para salvarnos del coronavirus, descuidar otros aspectos de nuestra salud, ni sacrificar la educación de varias generaciones, ni resignarnos a perder nuestros empleos y, con ellos, nuestra libertad y nuestra dignidad. Y, menos que menos, podemos perder todo eso cuando ya hemos comprobado que el encierro tampoco evita el dolor y la muerte que provoca la pandemia. Hoy los padres saben que no hay una antinomia entre la escuela y la seguridad sanitaria. Ni los chicos ni los maestros se ponen en riesgo por ir al colegio: es exactamente al revés. Y está científicamente comprobado. Si la sociedad ya lo ha aprendido, ¿cómo es que el Estado no? Tal vez porque el miedo, el ideologismo estatista o cierto aislamiento de la realidad nublan el aprendizaje.
Cuando el Presidente dijo, con ligereza, que “el sistema de salud se relajó al atender otro tipo de patologías”, no solo ofendió a miles de médicos y enfermeros que siguen librando una durísima batalla. Confirmó también la mirada sesgada que tiene el Gobierno sobre la cuestión sanitaria, como si la lucha contra el coronavirus pudiera implicar el abandono de la lucha contra el cáncer, contra las patologías cardíacas, contra las enfermedades renales o los trastornos alimentarios. O como si pudiera sostenerse a costa de otros valores fundamentales que supone “la defensa de la vida”.
En medio del súbito desconcierto que provocó, hace más de un año, la irrupción de la pandemia, quizá no todos advertían, tan claramente como ahora, el grave error de plantear la antinomia “salud vs. economía”. Pero la sociedad ya lo ha aprendido: no es una cosa o la otra. No nos salvamos de la pandemia sin cuidar la educación, los empleos, los vínculos familiares, la igualdad de oportunidades y el bienestar psicofísico de las personas. Nos salvamos, en todo caso, con vacunas, cuya escasez y malversación el Gobierno todavía debe explicar. La rebelión de los padres tiene que ver con este aprendizaje. Defienden la escuela, que también es defender la vida.