Los años duran cada vez menos
Un año nuevito, casi sin uso. Tan lozano que no sabemos muy bien qué hacer con él. Nos anticipamos, apuntamos deseos, comemos pan dulce y por momentos nos miramos las caras un poco desorientados. ¡Enero, vaya!
De niños veíamos las cosas de otro modo. Lo habrán notado. Los años duraban muchísimo por entonces. Duraban todo un año, o incluso más. Quizá porque en esos 365 días habíamos aprendido a pronunciar las palabras, a caminar, a leer y escribir; habíamos crecido un tanto así, y nunca habíamos pensado en el pasado. Entonces, claro, los años eran amplios y generosos, como catedrales de tiempo.
Luego, en algún peldaño de la vida, empezaron a adelgazar, y ahora, de grandes, no duran nada, ni un pestañeo. Cuando nos queremos acordar estamos en octubre y decimos: "Pasó volando" y "Ya es Navidad, casi".
Ahora, ¿cuántos pestañeos dura un año? Oh, caramba, muchos; muchos de verdad. Sin entrar en detalles y dentro las previsibles variaciones individuales, pestañearemos unas ocho millones de veces durante 2018. Sumándolos todos, invertiremos casi un mes en esta actividad. Y, promedio, pasaremos de tres a cuatro meses durmiendo, sin contar las siestas, que son un dormir en la clandestinidad.
Sí, los años duran más en la infancia de las horas inocentes. Pero a medida que crecemos nos vamos entrampando en las cosas de los grandes y empezamos a apresurarnos; convertirmos las horas en presas. Sólo que cuanto más las cazamos, menos duran. Porque el tiempo sólo sabe huir, como todo horizonte.
Nuestro corazón latirá este año unas 40 millones de veces, pero hemos dejado de escucharlo. Hablaremos, cada día, y, se calcula, emitiremos más de cinco millones de palabras. No recordaremos ninguna, ni tampoco las que nos han ofrecido, excepto aquellas que nos hicieron dichosos o las que nos lastimaron hasta el hueso. Pregunto: ¿cómo experimentábamos el tiempo cuando todavía éramos incapaces del verbo? Nunca lo sabremos.
Un buen día dimos nuestro primer paso, y el mundo cambió para siempre. Todas las aventuras comenzaron entonces, cuando pudimos correr y trepar, y volver a correr. Pero ya no recordamos ese día. ¿Cuán grande es hoy un año? Para los sedentarios, más de dos millones de pasos, y ni los advertimos. Con la edad, uno va volviéndose automático.
Por eso, cada 1° de enero cumplo a pie juntillas con un rito. Creo que empecé a hacerlo luego de trasponer el límite de los 21 años, cuando noté, alarmado, que los años empezaban a encogerse.
Desde entonces, cuando ya han pasado las horas del brindis y la pirotecnia casi se ha extinguido, busco un lugar tranquilo y me siento a esperar el amanecer. No tengo una explicación. Simplemente, me parece que el año no arranca a la hora abstracta que marca el reloj en la pared, a las 12 de la noche (¿las 12 dónde?), sino cuando empieza a clarear por el este, los pájaros se alistan y, por fin, el sol estalla silencioso en el confín, inapelable, como el porvenir, y más estremecedor que cualquier fuego artificial.
Si es posible asistiré más tarde al otro crepúsculo, el que cierra la primera jornada del año. Cada 1° de enero observo cómo se alza el telón del tiempo y cómo baja luego, sin otra ceremonia que el sutil cambio en la brisa, las luces que se encienden de a poco en las casas y las bandadas de aves yéndose a dormir. Imagino que es una forma de confirmar que el tiempo no se devalúa, que los años no se han acortado, que sólo hemos dejado de prestarle atención a las cosas importantes.
Por ejemplo, que vivimos sobre un inmenso reloj llamado Tierra, cuya rotación celeste -que sólo somos capaces de percibir durante el amanecer formidable y en el ocaso colosal- es la que decreta nuestras horas. Todas ellas.