Los 150 años de una visionaria creación de Sarmiento
La reciente Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) había demostrado que el país no podía carecer por más tiempo de una eficiente organización armada. Mantenía problemas limítrofes con Brasil y Chile, y vivía constantemente amenazado por los malones indios y jaqueado por cruentas revoluciones en distintos puntos de su territorio.
El presidente Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874), que había contemplado poco antes, en su condición de embajador en los Estados Unidos, los avances militares originados en la guerra civil norteamericana, buscó incorporarlos cuanto antes a las Fuerzas Armadas. Conocía en detalle las características del armamento portátil, de la artillería y de los nuevos acorazados y monitores empleados en la gigantesca contienda fratricida del país del norte.
Con pertinacia e inteligencia, Sarmiento logró su anhelo de fundar el Colegio Militar de la Nación y la Escuela Naval Militar, es decir, concretó el comienzo de una nueva etapa, signada por la paulatina incorporación a los puestos de comando de personal más capacitado profesional e intelectualmente. Sin dejar de lado la experiencia en los campos de batalla ni la eficacia adquirida a través de vidas enteras a bordo de los buques; sin excluir a los veteranos, que por décadas ocuparon posiciones relevantes y en buena medida se adecuaron y aun impulsaron la preparación de los mandos castrenses, los nuevos institutos suscitaron una modificación en los viejos hábitos de intervención en las contiendas electorales, que ponía las espadas al servicio de compromisos políticos; generaron un mayor respeto hacia la sociedad civil y contribuyeron a la integración de los hijos de extranjeros a las respectivas fuerzas.
A la creación del Colegio Militar de la Nación, el 30 de junio de 1870, siguió la fundación de la Escuela Naval Militar, el 2 de octubre de 1872. Sancionada la ley que dio vida a este instituto, su primer director fue el mayor Clodomiro Urtubey, que había sido enviado años antes a España para estudiar en el Colegio Naval de San Fernando, en Cádiz, y finalizaría su carrera décadas más tarde ostentando la jerarquía de comodoro de marina.
Con el fin de que los cadetes conocieran desde los comienzos la vida a bordo, se decidió que los cursos se dictaran en el vapor General Brown, que fue el primer buque escuela de la Armada Argentina. Como ocurrió con el Ejército, los egresados de la escuela, cuya cuidada formación los distinguía de los viejos y meritorios oficiales prácticos, procuraron diferenciarse de estos, aunque por bastante tiempo los comandos superiores del arma estuvieron en manos de los que habían recibido sus despachos en mérito a los años de servicio y a la pericia demostrada en sucesivas campañas. El viejo general Brown, pese al peligro que entrañaba la navegación en el mar argentino, fue enviado con los cadetes de la primera promoción, para que aprendiesen su oficio en medio de los vientos, las tempestades y la dura vida de a bordo.
Luego de una breve clausura, la escuela continuaría funcionando embarcada en los buques de guerra y sedes en tierra, con nuevos directores y planes de estudio que fueron adaptados al sostenido progreso de la tecnología naval, del que no tardaría en beneficiarse la Armada Argentina. Los alumnos participaron en 1876 en la expedición comandada por el comodoro Luis Py, con el fin de refirmar los derechos argentinos sobre la Patagonia, y tres años más tarde intervinieron en la Campaña al Desierto que encabezó el ministro de Guerra y Marina, general Julio Argentino Roca. Paralelamente, el personal subalterno recibió instrucción en la llamada Escuela de Marineros, que tuvo por cambiante centro otros buques de la Armada.
Pero ese quehacer de formación de recursos humanos no hubiera sido suficiente con medios inadecuados como los que existían cuando Sarmiento ocupó la presidencia. Del mismo modo como equipó al Ejército, dedicó ingentes esfuerzos económicos para la época a la adquisición de una nueva escuadra. A pesar de las dos rebeliones del general Ricardo López Jordán y del persistente problema de las fronteras interiores –acerca del cual pugnaban entre los gobernantes y los militares dos tendencias contrapuestas la integración de los aborígenes o la guerra sin concesiones–, la decisión de modernizar la Marina de Guerra se mantuvo en forma inexorable. En la concepción de Sarmiento y de la mayoría de los hombres públicos de la época, los nuevos buques debían garantizar la seguridad del estuario del Río de la Plata y los cursos de agua interiores. Muy pocos miraban hacia la Patagonia y contemplaban las riquezas que encerraba el Mar Argentino.
Los astilleros ingleses recibieron en 1872 la orden de compra de dos monitores, Plata y Andes, de cañoneras, bombarderas y torpederas. Pese a ser buques de empleo fluvial, soportaron muy bien la violencia del mar argentino para tocar las costas de Santa Cruz, en la operación de defensa de la Patagonia. En el proceso de construcción de los buques tuvo un papel fundamental el diplomático Manuel Rafael García Aguirre, designado por Sarmiento para esa tarea, con la colaboración de su hijo Manuel José García Mansilla, que estudiaba en la Escuela Naval de Brest, Francia, quien sería años más tarde director de su homóloga argentina.
Aparte de la adquisición de los buques de la denominada “escuadra de hierro” de Sarmiento, se adoptaron otras medidas para garantizar la soberanía en las aguas, en un contexto de conflictos limítrofes con los países vecinos: el artillado de la isla Martín García, la creación del Arsenal de Zárate con el fin de atender a las necesidades de los nuevos buques, la iniciación de tareas hidrográficas, la colocación de faros flotantes en el Río de la Plata, etcétera.
A medida que iban obteniendo sus despachos de oficiales, los graduados de la Escuela Naval Militar contribuían a los indispensables cambios de paradigmas, hasta que transcurridos los años ocuparon las funciones de máxima responsabilidad en la Marina.
Por sobre la idea de contar con buques que defendieran el estuario del Plata y los ríos interiores, triunfó la concepción de una Armada que se ocupase de la defensa y protección del mar continental, sostenida sobre todo por el presidente Julio Argentino Roca, y correspondió sobre todo a los graduados en la Escuela Naval, junto a oficiales superiores de la antigua Marina aún en servicio, ponerla en práctica. Flamantes buques de alto poder disuasivo le otorgaron nuevas capacidades y fisonomía. Si la Armada no constituía una fuerza oceánica según la concepción actual, que se refiere a la disponibilidad de medios para ocupar grandes espacios, estaba en condiciones de responder a los requerimientos estratégicos del país en la parte del Atlántico que baña sus costas, no solo en lo atinente a la seguridad nacional sino a la preservación de las ingentes riquezas que décadas más tarde definiría el egresado de la Escuela Naval vicealmirante Segundo Storni, a través de luminosas páginas, como intereses marítimos argentinos.
Expresidente de la Academia Nacional de la Historia