El hábito de convertir a las víctimas en culpables
¿Dónde estaba? ¿Con quiénes? ¿Cómo vestía? En materia de violencia sexual, son las víctimas quienes deben dar las explicaciones. ¿Qué hacía ahí? Y "ahí" como el origen de todos los males, la puerta del infierno a la que ninguna de nosotras debería acercarse. ¿Qué otra cosa podía esperarse del desvío? ¿Quién termina bien yendo por el "mal camino"? Como en los cuentos crueles, un error de cálculo se paga con la vida. Hansel y Gretel lo dejaron claro: hay sirenas siniestras en el bosque. En el exterior no hay más que peligros y guay de quien ose aventurarse más allá del camino trazado. De Caperucita a La bella durmiente, cada historia habla de lo mismo: de lo conocido como garantía de seguridad, del día como protección, del infinito riesgo de pasear. Y perderse.
Haciéndose eco de esto, desde los medios se construye una "geografía de la seguridad" tan atrasada como falaz: 70% de los abusos sexuales se dan en la familia. Con todo, la violación de una niña en un camping de Miramar volvió a poner el marcha ese GPS mediático que hace de cada víctima la responsable de la agresión sufrida. En tiempos de geolocalización y tecnovigilancia a tiempo completo, las antiguas leyendas no desaparecen. Apenas cambian de lugar, sobre todo porque las metáforas del desvío siguen siendo formidables máquinas de generar explicaciones cómodas. ¿Por qué la mataron? Porque estaba en la ruta. ¿Por qué la secuestraron? Porque bajó del colectivo en medio del campo. ¿Por qué la violaron? Porque estaba en una carpa con cinco hombres. "¿Qué esperaban que pasara?", dice el lugar común, casi como si hablara de un fenómeno atmosférico. De lo inevitable. Baja presión y alta humedad traen lluvia. Hombres y una nena cerca "traen" violación, cuando no también asesinato.
De año en año, de edad en edad, alguna sale del sendero que -supuestamente- nos mantiene seguras y "pasa lo que tenía que pasar". Hagan la prueba: anoten en Google "violación, calle oscura". En segundos, el país de la violencia sexual surge en pantalla y repite eso que tranquiliza oír: que se viola en las calles oscuras, no por casualidad llamadas "bocas de lobo". ¿En qué momento fue que todo se volvió esto que es hoy: un gran bosque amenazante? ¿Desde cuándo ir de campamento en familia se convirtió en un plan peligroso? ¿O caminar por San Cristóbal después de la caída del sol y con un pañuelo atado a la mochila pasó a ser la contraseña para que dos hombres se abalancen, golpeen y adviertan "la próxima vez te vamos a violar"?
El filósofo italiano Luigi Zoja analiza en su libro Los centauros-En los orígenes de la violencia masculina (FCE) el recrudecimiento de este fenómeno y le da categoría de planetario. E impune. "En la posesión orgiástica el estupro puede generar en la horda un consenso distinto y mucho mayor que en el caso de otros delitos", dice. No importa si en España bajo la forma de una manada, en una fiesta en Tandil en donde varios adultos abusaron en 2016 de una nena de 13 años o en una carpa en Miramar, el esquema es siempre el mismo: varones certificando su "virilidad" ante otros varones. Porque de eso se trata: de poder, no de placer. De exhibición ante iguales buscando tener hombría a la enésima. Ataque en grupo por y para los otros.
Y siempre el accionar de los menos avalado por el silencio de los más. A la nena asesinada en Santa Fe a la salida de un baile y a sus padres les reclamaron todo: desde cómo vestía hasta por qué decidió regresar sola a su casa. De la niña de 14 atacada en Miramar un diario publicó: "Botellas de fernet y alcohol por todos lados. Una carpa del horror. Descontrol. Una chica de catorce años que no debió estar ahí". De nuevo, la violación como un problema de ubicación. Un asunto de posicionamiento, nunca de misoginia criminal.
Pero nada de qué sorprenderse, no. "Los agresores sexuales siempre van a tener una excusa que para ellos es racional y lógica, pero que está atravesada por la profunda misoginia que sostienen", explica el psiquiatra Enrique Stola. "A partir de allí, de acuerdo al contexto, espacio, hora, etc., estructurarán la justificación: ?Porque en el fondo les gustan que las maltraten', ?que las violen', ?para que aprendan', etc.". Y mientras ellos hacen, parte de la sociedad y de la Justicia bendice a los centauros y su acción disciplinadora. Ellos son los que vuelven a poner "las cosas en su lugar". Los que les recuerdan a las chúcaras que la libertad de moverse, pensar y salir no es para ellas. No es "cosa de mujeres".
Por el ataque que hace dos años por poco le cuesta la vida a M. en Tandil no hay nadie preso. Y el único imputado, Lucas Gómez, ya no lo está. Hay, sí, un fallo. El del juez de garantías Alberto Moragas en el que se lee: "En las actuales reuniones privadas cada vez más usuales entre los jóvenes, realizadas en lugares alejados del ejido urbano, en horas de la madrugada, donde prima el consumo de bebidas alcohólicas, resulta lógico suponer que ni Gómez, como así tampoco los demás concurrentes, pudieran inferir que entre ellos se hallaba una menor de trece años de edad". Una vez más, el problema no son los abusadores sino las víctimas mal ubicadas. Por eso lo "lógico" resulta suponer que si una niña o mujer está allí lo mínimo que debe esperar es ser violada.
"El único procesado en la causa lo estaba por estupro (no por abuso) y fue sobreseído el 28 de diciembre", dice Maximiliano Orsini, abogado de la familia de M. "La menor declaró ante dos psicólogos que había sido abusada y por quiénes pero nunca le hicieron Cámara Gesell para que no declarara. Pasó el tiempo y dictaron el sobreseimiento. Hay pruebas médicas, físicas y psicológicas que dicen que fue violada. La prueba está pero el fiscal nunca la tuvo en cuenta. ¿Por qué? Porque en esa fiesta donde estaba la menor había ?hijos de'. Y desde un principio esto trató de taparse".
¿Que no todos los varones violan? Sin duda. Tampoco es necesario. Hay, en cada ataque, una moraleja que solo algunos escriben y todos leemos. "Esto es una lección. Esto te pasa por salir de noche. Soy un enviado de Dios. Otro te hubiera matado", le dijo en agosto del año pasado un violador a su víctima, una nena de doce años.
Cada mañana, si se es niña o mujer, la ruleta vuelve a girar cerca. Ahí afuera hay un estado de cosas que nuestra sola presencia cuestiona y amenaza. Por eso la antropóloga Rita Segato no habla de crímenes sexuales sino de crímenes de poder. Porque es eso -el poder en todas sus expresiones- lo que está en disputa. Una sociedad que se ocupa activamente -mediante sus voceros-centauros, sí, pero también mediante una Justicia que sistemáticamente los absuelve- de decirle a cada mujer a qué horas y por dónde puede circular no hace más que delinear el coto de caza. Y de volver a recordarles a los violentos que el mundo (y todo lo que hay en él) sigue siendo indiscutiblemente suyo.