López Obrador, el peor ejemplo de América Latina
Con AMLO, México se ha alejado de la democracia liberal para convertirse en una anomalía más en una región en la que, a este paso, las excepciones serán pronto las verdaderas democracias
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Corrupción y violencia son los dos fenómenos que describen la realidad política de México a lo largo de toda su historia, pero merecen especial atención desde que la victoria en 2003 de Vicente Fox, candidato del partido conservador PAN, puso fin a 71 años de la dictadura más sofisticada y eficaz de América Latina. Todos los presidentes desde Fox intentaron a su modo avanzar hacia un modelo político convencional, borrando las huellas del viejo estilo del PRI. Han sido casi dos décadas en las que, sin ser capaz de extirpar sus problemas ancestrales, México se ha esforzado por convertirse en un sistema respetuoso con la libertad y la democracia.
Fruto de esas garantías democráticas asentadas por sus predecesores, se produjo en 2018 la victoria de Andrés Manuel López Obrador, quien fue recibido como el hombre que venía, definitivamente, a completar la obra de la democracia mexicana, combatiendo sus carencias endémicas y robusteciendo el flanco que otros antes habían desprotegido: la justicia social. Cuatro años después, la decepción es doble, puesto que no solo la corrupción y la violencia siguen presentes o aumentadas, sino que el sistema democrático se ha debilitado y, hasta las instituciones que antes eran más sólidas, como el Tribunal Electoral, son hoy objetivo de las iras y los abusos de poder de la presidencia de la república. En cuanto al progreso en la justicia social, si lo hubo, la crisis económica consecuencia de la pandemia del Covid –una de las peores en América Latina– arrasó con cualquier señal.
Con Andrés Manuel López Obrador, popularmente conocido como AMLO, México se ha alejado de la democracia liberal para convertirse en una anomalía más en una región en la que, a este paso, las excepciones serán pronto las verdaderas democracias. Con AMLO, México se ha convertido en la peor aberración de América Latina, si se tiene en cuenta su peso específico, el principal país de habla española del mundo, el vecino de Estados Unidos y la segunda entre las mayores economías del área después de Brasil. Si bien México no se ha transformado en un régimen autoritario a la venezolana, y la alternancia en el poder está, hoy por hoy, garantizada, sí ha dejado de ser referencia para quienes impulsan la democracia en el continente. Peor aún, es un aliado de hecho de los dictadores y un impulsor tácito de regímenes antidemocráticos.
La última prueba ha sido, recientemente, la advertencia hecha por López Obrador de que se ausentará de la Cumbre de las Américas, convocada por Estados Unidos para el próximo mes de junio en Los Ángeles, si, como pretende el país anfitrión, se excluye de ella a Cuba, Venezuela y Nicaragua, donde rigen gobiernos despóticos que violan los derechos básicos de su población. La postura de López Obrador supone un sabotaje a esa cumbre, ya que deja a Estados Unidos ante una disyuntiva inmanejable: o acepta las condiciones del presidente de México, cediendo ante los tiranos, o renuncia a su presencia, lo que desvalorizaría por completo la reunión.
La actitud de López Obrador es consecuente con su conducta hacia el vecino del norte y con su propia personalidad política. López Obrador nunca simpatizó con Joe Biden, un político tradicional y exigente con los valores democráticos. Su amigo y referencia es Donald Trump, a quien respeta y admira. Hay que decir que la admiración es mutua, y que Trump llegó a utilizar una imagen suya con López Obrador durante la campaña electoral de 2020. López Obrador, por su parte, soportó con estoicismo la amenaza del muro de separación en la frontera, así como los desprecios reiterados de Trump a los millones de emigrantes mexicanos, con tal de conservar su amistad con el bufón del pelo naranja.
López Obrador responde al mismo esquema político que Trump. Un populista cargado de promesas y recetas fáciles, que apela a las tripas más que al cerebro de sus compatriotas, que explota los sentimientos populares, el dolor, el odio, la fe de las gentes de su país, que enfrenta a unos con otros para esconder sus fracasos y que, finalmente, atribuye a la providencia las calamidades de las que solo él y su gobierno son culpables. Charlatán compulsivo, ha convertido la esforzada y metódica gestión que le corresponde a un gobernante en una simple comparecencia diaria en televisión con la que pretende conservar el hechizo de sus ciudadanos. Porque ese es el vínculo que trata de mantener con ellos, el de un brujo, que invoca a las fuerzas de la naturaleza y presume de instinto, que no de capacidad, para resolver los problemas.
Muchos aún le perdonan todo porque dicen que es el presidente del pueblo, que, pese a todos sus fallos, es el único presidente que ha dado esperanzas y se ha ocupado de los menos favorecidos. Esperanzas, tal vez, eso es fácil. Pero lo de ocuparse del pueblo es más discutible. Empezó prometiendo vender el avión presidencial para destinar esos recursos a los pobres, algo que nunca ocurrió. Ordenó cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de México, una obra que daba trabajo y aumentaba la conectividad de una de las principales economías del mundo, para acabar pagando como indemnización sumas millonarias que han salido de las arcas del país. Descompuso todo el sistema de seguridad social, sin que haya sido reemplazado por nada eficaz. Con su conducta irresponsable, agravó los efectos del Covid en su país y aumentó la mortandad. Los mexicanos se quejan de un deterioro del sistema de salud, de carencia de medicinas y de médicos, que el presidente trata de compensar con la llegada de médicos cubanos.
Algunas de esas medidas estaban justificadas por el combate a la corrupción, pero lo cierto es que el propio presidente se ha visto bajo sospecha por el trato de favor recibido por un hijo suyo en Estados Unidos. También se prometió contener la violencia, para lo que López Obrador hizo varios gestos de conciliación con los peores narcotraficantes. El resultado es que la violencia se ha extendido y cada vez hay más zonas del país de las que el Estado ha sido literalmente expulsado. Como prueba, no hay más que prestar atención a los videos que cada día asombran y atemorizan a los mexicanos.
La violencia se ha cebado especialmente en los periodistas, el símbolo más dramático del fracaso del gobierno. Desde el día en que tomó posesión López Obrador hasta la fecha, 31 periodistas han sido asesinados en México, todos ellos como consecuencia de su actividad profesional. Solo este dato debía ser suficiente para exponer el fracaso del México actual y del hombre que lo gobierna. López Obrador solo tiene palabras para intentar ocultar esa realidad, palabras y desprecios hacia sus adversarios y mensajes huecos sobre el progresismo y la izquierda.
Es triste que la izquierda actual reconozca a este personaje como uno de los suyos. Y es trágico para América Latina que el país que debía ser locomotora de la región la conduzca en realidad hacia el autoritarismo, el enfrentamiento y la pobreza. Por eso López Obrador es una anomalía tan peligrosa. Incluso en un sistema tan consolidado y maduro como el de Estados Unidos, el daño hecho por Trump es y será muy difícil de reparar. El efecto del Trump mexicano sobre su país y todo el continente puede ser aún más demoledor.
Exdirector de El País, de Madrid