Logros, zonceras y densos nubarrones
El día siguiente de las elecciones europeas, Fernando Savater tenía una cita con un grupo de alumnos de una escuela secundaria en la periferia de Madrid. En su fuero interno, al filósofo lo intrigaba saber qué sería de aquellos muchachos en la madurez y también si se tragarían las psicopatías y zonceras mediáticas y políticas de la época; luego se preguntaba: “¿Preferirán la moderación, que a menudo se equivoca o no se atreve a acertar, a los extremismos, siempre equivocados?” Aun anotándose en la moderación, Savater no pudo sin embargo con su genio y lanzó una ironía sobre los alarmismos poco ecuánimes de la progresía española frente al avance de los ultras: “Ya ser de derechas es una enfermedad grave, pero ser de ultraderecha es la fase terminal de la dolencia. En cambio, no hay ultras de izquierda: en el bien no puede haber exceso. Hace unos años solía decirse, como una broma cínica, que nunca se es demasiado rico, ni se está demasiado delgado, ni se sale demasiado en televisión. Ahora el criterio que impera es que nunca se es demasiado de izquierdas… ni se es de izquierdas demasiado tiempo”. La reflexión resuena en un contexto que comienza a descascararse por la inquietante irrupción de La Nueva Derecha: Savater está mosqueado con los “progres” de tintes populistas que mandan desde hace rato en ciertas naciones de Europa, pero me atrevo a profetizar que pronto lo estará también con los “fachas”. Lo dicho: los extremismos siempre se equivocan.
Ya no son la “gente de bien” contra la “casta” sino casi todos juntos en la emergencia
Ya importada la anécdota a nuestro país, donde muchos de nosotros somos acusados de “zurdos, imbéciles y viejos meados” y de “gordas socialdemócratas” (sic) –dime cómo insultas y te diré quién eres–, el asunto ilumina otra clase de rincones espinosos. Para empezar, cualquiera que tenga divergencias ideológicas con el gobierno libertario es vapuleado de manera enfática y fulminante, y sospechado enseguida de “marxista cultural”. El tono despectivo e injuriante de esos brulotes –ya convertidos en lengua oficial del Gobierno y con las derivaciones que ellos pueden tener en la vida analógica– proviene de la mismísima voz del presidente de la Nación, por más que este asegure que solo vapulea a título personal. Reveló esta misma semana Roberto Cachanosky que alguna vez le aconsejó al León no contagiar a sus jóvenes seguidores con el uso y abuso del agravio explosivo: Javier Milei le confesó que el tema lo estaba tratando con su psicóloga. El tratamiento, como se puede apreciar, no habría dado buenos resultados. No se puede, sin embargo, criticar esa agresividad –transmitida a través de sus tanques tuiteros y de sus youtubers–, ni el profundo desdén por el Congreso –”nido de ratas”–, ni la empecinada idea de meter jueces polémicos en la Corte Suprema –Ariel Lijo–, ni el desprecio por las incómodas reglas constitucionales –creadas por la “casta”–, y al mismo tiempo convalidar conjuras evidentes dentro y fuera del recinto para voltear una sesión legislativa con el ardid de una violencia callejera coordinada: cuando en 2017 lanzaron 14 toneladas de piedras estaban consumando un intento de golpe contra el Parlamento; cuando repitieron esa metodología para hundir la Ley Bases, cometieron la misma fechoría institucional. Este modus operandi es antidemocrático, pero no es repudiado con vehemencia por quienes se piensan a sí mismos como grandes demócratas. Así como hay republicanos para quienes las formas de la república ya no importan tanto si se trata de dejar atrás la “mafia kirchnerista” (sic), hay espantados por los excesos del anarcocapitalista que no se espantan por ultras que queman coches y bicicletas, arman incendios, golpean y apedrean a personas o portan granadas. Deberá la justicia determinar, por supuesto, si hubo detenciones arbitrarias y erróneas, si existieron infiltrados de los servicios de Inteligencia, si el encuadramiento legal de algunos perejiles no es abusivo y si no están pagando justos por pecadores, pero lo que no puede soslayarse es que muchos de esos ultras –inflamados de izquierdismo– no se manifestaron de un modo pacífico, y que sirvieron consciente o inconscientemente a quienes buscaban abortar una sesión del Senado de la Nación. Irregularidad escandalosa que se ha naturalizado, lamentablemente, en la Argentina, y que queda siempre borroneada por la “feroz represión” (sic) y los consecuentes chantajes emocionales del caso. Fueron esos mismos arrebatados, y no muchos otros que no quisieron meterse en la gresca, quienes criminalizaban la protesta –absolutamente legítima– al perpetrar crímenes dentro de ella, y quienes por paradoja resultaron así funcionales al presidente Milei, puesto que la sociedad vio con sus propios ojos y en tiempo real cómo ejercían la violencia contra su proyecto y cómo transformaban a su ideólogo automáticamente en víctima. Ahora los kirchneristas y sus socios de la calle vuelven a hablar de “presos políticos”: la última vez que lo hicieron no eran los arrestados por los disturbios sino los corruptos de nota y mafiosos impunes a quienes se les aplicaba por primera vez el Código Penal. Pero ya lo dice Savater: no hay ultras de izquierda; en el bien no puede haber exceso. ¿Qué debería hacer la próxima vez el Estado, compañeros, permitir que los violentos avancen e irrumpan en el Parlamento como hicieron los desquiciados de Trump en el Capitolio? ¿Se sentirán así más o menos tranquilos los sensibles? ¿Y ganará o perderá entonces la democracia con esa foto final? Este asunto debe ser debatido a fondo, sin ligerezas ni chicanas ni postureos ni demagogia, puesto que los defensores de la democracia liberal, cada vez más aplastados entre dos populismos con pulsión absolutista y polarizadora como empieza a darse en todo Occidente, debemos juntar mucha masa crítica y mucha autoridad moral para no caer en una trampa o en otra.
La Ley Bases debía sancionarse en esa riesgosa coyuntura, no porque su articulado fuera necesariamente virtuoso, sino porque un presidente constitucional merece una oportunidad y porque si hubiera fracasado se habrían incendiado la gobernabilidad y la economía. Y ya tenemos bastante con una mishiadura exasperante y con los densos nubarrones que se ciernen sobre un programa lleno de inconsistencias, incógnitas y dilemas. Es tan seria la situación que hasta el Fondo Monetario Internacional alerta sobre la calidad del ajuste y las consecuencias de lo que será “una recesión larga”, puesto que en la tiendita de los milagros se agota la licuadora, aumentan la motosierra y el bisturí, pero no aparece por ningún lado el motor fuera de borda. La magnitud del problema puede medirse solo con imaginar el esfuerzo que representa para el libertario irreductible viajar a Pekín y confraternizar con el Partido Comunista Chino: tragar sapos del tamaño de un Tiranosaurio Rex no es solo privativo del gran estómago peronista.
También es una señal de desesperación la tregua que, para resentimiento de toda la narrativa antipolítica, parece haber tejido su gobierno con un grupo heterogéneo y variopinto de políticos clásicos y moderados que a pesar de los maltratos oficiales pusieron el voto y la voluntad para que los soberbios bisoños no naufragaran. Ese grupo, y no el colectivo kirchnerista, fue el que recibió más metralla verbal durante estos seis meses beligerantes: no podrán culpar a sus distintos integrantes –centristas de vocación– por las desconfianzas que comienzan a aparecer en el horizonte de la macroeconomía, cuya resolución parece acercase a su hora de la verdad. El nuevo Pacto del 9 Julio también refuerza la impresión de que la crisis y sus enormes desafíos inminentes derriten, como el sol de enero a un helado de agua, la rentable división entre amigo y enemigo: ya no son la “gente de bien” contra la “casta” sino casi todos juntos en la emergencia, puesto que arrecia una tormenta eléctrica sobre Ciudad Gótica y, como diría el peor ministro y el gran culpable de toda esta herencia envenenada, “no nos entra un quilombo más”. Les convendría a las “fuerzas del cielo” no despreciar las objeciones de los técnicos más reconocidos –“econochantas”– ni de los periodistas de buena fe–“ensobrados”– ni de los políticos veteranos –“liliputienses”–; darse a continuación un baño de humildad y dejarse ayudar por las dudas, y sobre todo no repetir con arrogancia ritos autocelebratorios, consignas y clichés. Porque como dice Savater, “es mejor saber después de haber pensado y discutido que aceptar los saberes que nadie discute para no tener que pensar”.