Lo sagrado en un mundo seglar
En nuestro tiempo, aquello que produce veneración y respeto, aquello que nos asombra hasta dejarnos sin palabras, ha cambiado de forma radical. Ese sentimiento de estupor ante lo inmenso y lo incomprensible tiene que ver con lo sagrado, aunque no sea necesario creer en ningún dios para experimentarlo. La banalización y las selfies ocupan ahora su lugar. Hasta hace 20 años era posible entrar a Notre Dame y, aun siendo agnósticos o ateos, sentirnos cual grano de arena en la inmensidad del cosmos. Hoy eso es imposible: al menos treinta mil visitantes recorren la catedral cada día, celular en mano, con una actitud similar a aquella con la que recorrerían un parque temático en Disney World.
En esta posmodernidad, el misterio y el asombro -esos dos sentimientos íntimamente relacionados con la experiencia espiritual- nos sorprenden ya no frente a altares o cuadros famosos, sino en situaciones inesperadas. Mi hijo y yo lo sentimos simultáneamente al noroeste de Cambodia, en Angkor Wat, el monumento religioso más grande del mundo. Construido a principios del siglo XII en medio de la selva, originalmente fue un templo para Vishnú, pero pronto se transformó en un templo budista. Está formado por tres plantas rectangulares y cinco torres inmensas, coronadas en forma de flores de loto. Todas y cada una de sus paredes, columnas y cielo rasos están adornados por bajo relieves con escenas del Ramayana, el Mahabharata, los 32 infiernos o los 37 cielos del hinduismo. Sus galerías concéntricas, sus imponentes terrazas y sus escaleras sin fin son de una grandiosidad nunca vista en Occidente.
Cada día 14 mil turistas visitan Angkor Wat. Nosotros éramos dos de ellos. Al entrar, su arquitectura nos hizo olvidar los 35 grados de calor selvático. Sin embargo, aunque era imposible no admirar su belleza, esa admiración era más que nada racional. Rodeados de turistas que conversaban entre sí, de guías con voces estridentes, de niños cansados que tiraban de los vestidos de sus madres, resultaba imposible conmovernos genuinamente. Huyendo del gentío, nos escabullimos por un pasillo sin importancia donde nos topamos con un Buda esculpido en piedra al que le faltaba la cabeza. Al lado de la escultura, un tubo de papas Pringles -sabor a queso cheddar- sostenía varas de incienso. El Buda tenía parte del torso cubierto por un manto de seda amarilla que hacía juego con el envase de Pringles. Observábamos este contraste cuando, de pronto, una niña pequeña, con uniforme escolar, apareció de la nada y nos pidió, mediante señas, que le tomáramos una foto. Se arrodilló al lado del Buda y posó con una sonrisa que dejaba ver sus dientes de leche.
Una vez fotografiada, nos pidió el celular. Fue hábilmente a la carpeta de fotos, miró la que le acabábamos de sacar y siguió curioseando hacia atrás, mirando no sólo las del viaje, sino también las de nuestro hogar en un continente de cuya existencia muy probablemente ella nunca había oído hablar. Cuando las fotos mostraban a personas que no éramos nosotros, preguntaba algo en su idioma. Terminadas las fotos, puso el celular en modo vídeo y nos hizo saber que quería filmarnos. Nos indicó dónde posar -mi hijo a un lado del Buda y yo al otro- y hacia dónde debíamos movernos.
Algunos turistas se habían ido deteniendo a la entrada del pasillo y miraban, incrédulos, la escena formada por una pequeña niña camboyana que movía a su antojo a dos adultos occidentales. Mientras tanto, con la seriedad y concentración de un Bergman, ella hacía un paneo lento de 360 grados, sosteniendo el celular con pulso firme. Los turistas guardaban un silencio reverencial. En ese momento, ese pasillo y esa pequeña congregación de gente se habían constituido en una escena y un lugar sagrados. Cuando la niña terminó de filmar, buscó la carpeta de los videos y miró el que acababa de hacer. Fue recién entonces, cuando los vio en la filmación, que levantó la vista de la pantalla y sus ojos se toparon con los de las personas que la miraban.
-¡Go! -gritó, y estiró un brazo señalando el pasillo principal. -¡Go! ¡Go! -repitió con firmeza.
Los turistas obedecieron. Quedamos, de nuevo, sólo nosotros tres. Como si no acabara de ejercer poder sobre una docena de adultos, quiso mirar dentro de mi cartera. Le devolvió el celular a mi hijo y le indicó que nos filmara. Sacó mi lápiz de labios y, con cuidado, pintó los suyos y los míos. Tomó el peine y, cantando en voz bajita, me hizo una trenza. Cuando terminó, guardó todo, miró el nuevo video y, tan súbitamente como había llegado, se fue sin despedirse. Mi hijo y yo seguimos recorriendo el templo, pero ya nada de lo que vimos tuvo la fuerza de lo que acabábamos de vivir.
"Lo más hermoso que podemos sentir es el misterio" escribió Einstein. "Es el origen de la ciencia y de todo arte verdadero. Quien no ha sentido esto, quien no puede pausar y dejarse envolver por él, está como muerto: sus ojos están cerrados." En una época en la que las Pringles conviven con Buda, ¿dónde queda el asombro ante lo desconocido y el lugar de lo sagrado? Ver una exposición de Van Gogh o mirar Machu-Pichu desde lo alto se han convertido en actividades turísticas, un ítem más a tachar en una lista de lugares por visitar. ¿Qué sentiría Miguel Ángel si supiera que 25 mil personas visitan cada día la Capilla Sixtina y se sacan selfies con el Juicio Final como telón de fondo? ¿Tendría algo que objetar ante semejante banalización de su obra o, por el contrario, se sentiría halagado por la vaga atención que le presta un público seglar? ¿Pediría al menos que los visitantes guardaran silencio?
Recuerdo a aquella niña de zapatitos de plástico y pienso que ella representa, a la vez, el misterio y el futuro. Una generación libre, desvergonzada, irreverente. Una generación sin dioses, ídolos, ni héroes, que no teme a los mayores y maneja la tecnología a su antojo a la vez que es manejada por ella. Una generación segura de que tiene todo permitido porque todos los Budas han sido decapitados.