Lo que se le reprocha a Rosenkrantz es que diga la verdad
En los últimos días trascendió un discurso que el doctor Carlos Rosenkrantz pronunció en Chile a propósito de la democracia y el populismo. Su contenido es similar al que le escuché en un seminario sobre desafíos del constitucionalismo moderno hace un par de semanas en la Universidad de San Andrés. Lo que motivó encendidas polémicas y hasta pedidos de juicio político al juez de la Corte Suprema por parte de dirigentes kirchneristas fue la crítica de Rosenkrantz a la idea de que donde hay una necesidad nace un derecho. Que esa frase se le atribuya a Eva Perón fue acaso el motivo principal de las imputaciones formuladas. Habría en la Constitución, junto a las causas expresas que justifican el juicio político, la comisión de delitos y el mal desempeño, una implícita: discrepar públicamente con quien por ley del Congreso fuera ungida en 1951 como Jefa Espiritual de la Nación.
Es dudoso que Eva Perón acuñara esa frase, aunque la dijera, ya que parece derivar de una de frecuente cita en textos jurídicos, “ubi societas ibi jus”, que probablemente ella ignorara. En cualquier caso, poco importa el autor intelectual: el concepto es equivocado. Pero como el peronismo ha erigido a la segunda esposa de Perón en un ser semidivino, cualquier crítica que se le dirija se confunde con una herejía.
Rosenkrantz fue acusado de elitista, de desalmado y, el colmo de los males, de liberal, una imputación curiosa para un juez cuyo deber es aplicar una Constitución liberal. La abogada Graciana Peñafort, directora de Asuntos Jurídicos del Senado, dijo que el argumento de Rosenkrantz era una “burrada jurídica”, porque “el estudio de la ciencia jurídica es la historia del reconocimiento de los derechos que nacen de las necesidades”. El vicepresidente de la Corte no se refirió a la historia de los derechos. Es bastante obvio que estos responden a necesidades, expectativas, preferencias. Su tesis es que no es cierto que por cada necesidad exista un derecho. Los derechos surgen de decisiones de las autoridades competentes: básicamente, de los constituyentes y los legisladores. No es función de los jueces crear derechos, sino hacerlos efectivos en los casos en que son llamados a intervenir.
Los llamados derechos sociales plantean, muchas veces, serios problemas para su garantía judicial. Aunque ya no se los considere como en otras épocas “programáticos”, es decir, meras orientaciones para los legisladores antes que prerrogativas concretas de las personas, y se los conciba como “operativos”, la escasez de recursos determina que no se puedan satisfacer todos al mismo tiempo. Le corresponde al Poder Legislativo establecer las prioridades, en especial a través de un instrumento que debería reflejar democráticamente las preferencias de la sociedad: la ley de presupuesto. Por supuesto, los derechos sociales determinados por la Constitución no pueden quedar sujetos al arbitrio de mayorías legislativas, porque sería tanto como suprimirles su jerarquía superior, pero también la tarea de los jueces en estos casos se enfrenta al límite de la escasez.
Ignorar este problema no favorece la vigencia de los derechos sociales. Decir que de cada necesidad nace un derecho es promover la ilusión de que los derechos no tienen costos, lo que a su vez genera enormes dosis de frustración en quienes son engañados de esa forma. En ocasiones, un tribunal ordena cierta prestación social para una persona. Es inmediatamente celebrado como un hito que abre nuevos caminos en el desarrollo del derecho. El fallo es enseñado en las facultades. Se escriben artículos laudatorios y tesis doctorales. Sin embargo, si el mismo beneficio se le tuviera que conceder no a una persona sino a un millón, se advertiría pronto que sería de cumplimiento imposible.
Esto es lo que, a grandes rasgos, postuló Rosenkrantz, quien de ninguna forma se opone a la existencia de derechos sociales ni a su operatividad, pero reconoce que esta se enfrenta a las dificultades que antes señalé.
Lo que se le reprocha a Rosenkrantz es que diga la verdad. El aplauso fácil de la tribuna se consigue diciendo lo contrario: que donde hay una necesidad, nace un derecho. Así disponemos de cuantos derechos sociales se nos ocurran en la Constitución, en las leyes y en incontables tratados internacionales, generalmente escritos con una vaguedad que nos permita interpretar en ellos lo que nos parezca mejor. Y los que se nos ocurran después, si no están contemplados expresamente, serán reconocidos por jueces que no vacilarán en apartarse de la fría letra de la ley para satisfacer las siempre crecientes necesidades. Es raro que a los impulsores de esta inflación de derechos no les llame la atención que en la Argentina la pobreza y la marginalidad hayan aumentado en las últimas décadas al mismo ritmo que esas ilusiones normativas. Tal vez la terca realidad no se amilane ante tanto voluntarismo vacío.