Lo que el Estado aún tiene que aprender sobre los femicidios
Para que no se repitan los crímenes es necesario detectar dónde fallan las políticas públicas y el sistema de administración de Justicia
En las últimas semanas, el juicio por el femicidio de Claudia Schaeffer ocupó las tapas de los diarios y los horarios centrales de las noticias televisivas. El juicio fue novedoso por varios motivos: no es tan habitual que los femicidios sean condenados con contundencia y mediana rapidez (teniendo en cuenta los dilatados tiempos judiciales); fue un caso con protagonistas inusuales de un sector socioeducativo alto, y fue una de las primeras experiencias en las que se llevó adelante un juicio por jurados para este tipo de crímenes.
Los femicidios que engrosan las estadísticas esconden personas, historias, sueños, vidas que se truncan y vidas que se transforman para siempre a partir de esa muerte violenta que no debió ser. De eso no se vuelve. No hay manera de desandar un femicidio y sus consecuencias. Pero sí hay maneras para tratar de entender dónde fallaron las políticas públicas, dónde falló el sistema de administración de justicia y dónde fallamos como sociedad.
El Registro de Femicidios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación indica que sólo un 25% de las mujeres asesinadas en 2016 había hecho una denuncia previa. Esto habilita al menos dos consideraciones. Por un lado, las denuncias debieron haber generado intervenciones de organismos públicos que claramente fracasaron en su función preventiva. Corresponde asumir la dimensión de ese fracaso, producir un aprendizaje institucional que sirva de garantía para evitar repetir un desenlace como ése. Nada podrá reparar el femicidio ya ocurrido, pero la obligación del Estado es no repetir los mismos errores.
La segunda cuestión es saber qué pasa con el resto de las mujeres que no activan mecanismos de asistencia antes del femicidio. Es posible que no hubieran realizado una denuncia formal (o que, realizada, no se le hubiera dado curso o que hubiera demorado inexplicablemente su tramitación). Las encuestas que miden la incidencia y la prevalencia de la violencia contra las mujeres muestran que sólo una de cada 10 de quienes sufrieron violencia física, psicológica o sexual por parte de una pareja o ex pareja busca ayuda en instituciones públicas.
De acuerdo con una encuesta que realizamos en 2015 desde el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género junto con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (y que el Estado nacional debería realizar para todo el país), más de la mitad de las mujeres declaró haber sufrido violencia psicológica por parte de una pareja actual o pasada, incluyendo conductas controladoras, acusaciones de infidelidad, amenazas de violencia económica y la violencia emocional vinculada con los hijos e hijas. La violencia física por parte de una pareja ha estado presente en la vida de dos de cada 10 mujeres, incluyendo golpes de puño o con objetos, patadas, golpizas, intentos de ahorcamiento, amenazas con armas blancas o de fuego. Para dos de cada 10 mujeres estos episodios de violencia física sucedían "a menudo". Además, los hechos de violencia física y sexual han afectado a una de cada cuatro mujeres en la ciudad.
De acuerdo con la información de esta encuesta, las mujeres de diversos grupos de edad están igualmente expuestas a la violencia por parte de parejas actuales o pasadas. Tampoco hay diferencias significativas entre las mujeres con diversos niveles socioeducativos. Tanto los episodios de violencia psicológica como aquellos de violencia física y sexual afectan a las mujeres con educación primaria, secundaria y nivel terciario o universitario en similar medida.
Sin embargo, las mujeres que acuden efectivamente a las autoridades públicas para solicitar información, requerir atención o asistencia (por ejemplo en servicios de atención de la salud, de administración de justicia o a las comisarías) en su mayoría cuentan con nivel de educación secundaria y son, en mayor proporción, mujeres jóvenes (de entre 20 y 40 años).
Por diversos motivos las mujeres con más bajos niveles de instrucción formal pocas veces recurren a los servicios públicos de asistencia. La escasez de lugares de atención fuera de los grandes centros urbanos, las dificultades para desplazarse y la falta de información y de recursos culturales y simbólicos para resolver los obstáculos que las limitan en la búsqueda de asistencia se hacen presentes. Seguramente son otros los motivos que alejan a las mujeres con más alto nivel de educación formal de los organismos públicos destinados a brindar información y asistencia, pero lo cierto es que el efecto es parecido: tampoco ellas se acercan a buscar ayuda.
Pero el silencio frente a la violencia alcanza también las relaciones familiares y las amistades. Las mujeres que viven relaciones violentas generalmente no comparten su padecimiento y, como se trata de situaciones que suelen producirse cuando no hay testigos, el 70% de los episodios de violencia psicológica y el 90% de los casos de violencia física suceden sin la presencia de otras personas.
Por eso, cada acercamiento que se logra con una mujer en situación de violencia es una oportunidad que no debe desaprovecharse. El primer contacto con el centro de salud, con la comisaría, con la línea de asistencia telefónica, con la fiscalía, con la justicia de familia o la justicia penal puede ser el único e irrepetible. La calidad de atención, la capacidad de escucha y la disponibilidad de recursos y políticas sociales que contribuyan a proveer o fortalecer las redes de contención son imprescindibles para comenzar a desandar el círculo de la violencia. Así y todo, muchas veces es insuficiente.
En el juicio por el femicidio de Claudia Schaeffer, la contundencia de la respuesta del jurado fue motivo de justo reconocimiento. Con la solidez de las pruebas reunidas parecía inconcebible la posibilidad de otro resultado. Además, de alguna manera, la víctima era una madre joven, dedicada y trabajadora, se podría decir que respondía al modelo generalmente esperado por la sociedad. ¿Qué habría pasado con una víctima de femicidio que fuera distinta? Una mujer, una joven, una travesti, una adolescente que no respondiera al estereotipo de la "buena víctima inocente", sino alguien que cuestionara el orden social establecido, las expectativas y representaciones que como sociedad tenemos respecto de las formas de ser y de comportarse.
El trato que se le dio a Eva Analía de Jesús, "Higui", excarcelada ayer después de nueve meses de prisión y tras un intenso reclamo del movimiento de mujeres, evidencia los sistemas de prejuicios vigentes en la Justicia. Si no hubiera sido pobre y lesbiana, ¿habría ido directo a prisión por matar a uno de los hombres que la agredieron e intentaron violarla en un ataque grupal?
Los estereotipos condicionan no sólo las miradas sociales, sino también muchas veces las respuestas institucionales. El femicidio no es la primera forma de violencia que atravesó las vidas de esas mujeres, y la responsabilidad de ver estas violencias y ofrecer contención, asistencia y caminos de salida debe interpelar a toda la sociedad. La responsabilidad es del Estado, de eso no hay duda. Pero los femicidios son, en realidad, sólo el vértice de una pirámide que tiene cimientos en violencias cotidianas pocas veces visibles y menos aún condenadas. El tratamiento individualizado de cada uno de estos femicidios, su consideración como eventos singulares, no debe ocultar la trama estructural, el entramado social de desprecio hacia las mujeres que los sostiene.
Abogada, directora Ejecutiva del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género