Lo que el agua descubre, lo que la mala política esconde
La mujer lo encara. Él no la mira. "¿Cómo está Karina? ¿Bien? Me alegro. ¿Nosotros qué hacemos, ahora? Tenemos todo destruido. Nos evacuamos solos, no había Defensa Civil, nada. Perdí mi casa, todo", insiste la señora. "Eso se recupera", amaga el hombre. "¿Y los muertos? ¿Quién recupera a los muertos?", retruca ella. El video es de abril de 2013, en La Plata. Hoy sabemos que hubo entonces 89 ahogados. El Gobierno sigue discutiendo en la Justicia la cantidad de cadáveres, pero no da razón de todas esas muertes. Como si lo importante no fuera la verdad, sino -apenas- mantenerse a flote. Sálvese quien pueda.
El cambio climático. Los canales clandestinos. La urbanización descontrolada. Los suelos incapaces ya de absorber nada, diezmados por la deforestación y los sistemas de explotación que los han convertido en un cuero resbaladizo. Responsables sin rostro, siempre. Y, mientras tanto, el agua sube. En 2009, le tocó a Areco. En 2011, a Santiago del Estero. En 2012, a Luján en noviembre, y a la Capital y a Buenos Aires, en diciembre. En 2013, el infierno líquido se mudó a La Plata. "Desde anoche, recorriendo los centros de evacuados", tuiteó el intendente Pablo Bruera. La foto lo mostraba en mangas de camisa, repartiendo bidones de agua. Pero estaba en Brasil, y en aguas más felices que ésas.
Bien mirada, La Inundación (así, con mayúsculas) es el desbaratamiento de todas las ficciones. Es la realidad llamando a la puerta. Diciendo -del más bestial de los modos- cuánta tierra se ha escondido bajo la alfombra. Ese géiser de verdades tiene un ritmo, unos tiempos fáciles de establecer. Es sólo cuestión de verificar fechas y de ver cómo se dibuja una suerte de electrocardiograma de mareas. Sólo que hablamos casi siempre de inundaciones que ocurren en una tierra plana y en donde la negligencia criminal de los sucesivos gobiernos nos ha dejado a todos a la deriva. Eso sí: cuando el agua sube, el colchonismo explícito se apodera del corazón del político de ley, que no perderá ocasión de posar junto a botellas y carpas, ni de fotografiarse junto al vecino mojado más próximo a su domicilio. Después, lo de siempre: volver a casa, secarse los pies. Y lavarse las manos.
Tras décadas al mando de la provincia más rica del país, las decisiones las siguen tomando otros. La lluvia, por caso. O Dios, cuya justicia -según el ministro de Desarrollo Social, Eduardo Aparicio- se expresa en forma de diluvio igualitario. Pero quizá lo más alarmante de todo sea la negativa a convocar a quienes realmente saben del tema del agua. Porque advertencias hemos tenido de sobra. Y ahí está Epecuén para probarlo. En 1985, la Villa Epecuén -centro de la actividad termal bonaerense- fue literalmente tragada por el líquido, y fue un fin anunciado. En su libro El agua mala, Josefina Licitra hace una crónica atroz del hundimiento. Mejor dicho: de lo que pasa cuando mal tiempo y aún peores decisiones políticas se dan la mano, y el agua expulsa a la gente de su casa, de su pasado y de su propia vida.
Hay una vecina en Epecuén que desde entonces no pudo volver al mar. Pero hay también alguien en La Plata que llora cada vez que el cielo se encapota, y un hombre en Parque Chas que no sale de casa si hay aviso de tormenta. La experiencia de la inundación es lo suficientemente traumática como para volverse central en la agenda de los que deciden por todos nosotros. Esos que no sabrán nunca qué se siente quedar a la deriva, pero que tampoco podrán mantenerse a flote para siempre. Tarde o temprano, todo se hunde, esa otra manera que tienen las cosas de salir a la luz.
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