Lo que deberíamos ser y lo que somos
Recientemente el presidente Macron estimó que la vacuna contra el Covid-19 debería ser declarada “bien público universal”. Dado el carácter sin precedente de la pandemia, que a fuerza de experiencia, las naciones están aprendiendo a administrar, la pretensión del presidente francés suena atractiva por su fuerte impronta moral. Después de todo, ¿quién podría objetar que todos los habitantes del planeta, empezando por los más desprotegidos y vulnerables, tienen derecho a la salud? Como dijo Macron: “Sería inaceptable que ciertos países, especialmente los menos desarrollados, no tuvieran acceso a la vacuna”.
Al no explicitar el contexto legal, el alcance y la implementación de su propuesta, sus dichos suscitan un sinfín de interrogantes. Me pregunto si Macron aludió a un imperativo moral: que el mayor número de habitantes debería acceder a la vacuna sin costo alguno (o al menor costo posible) y con la mayor premura posible. O, como también se ha interpretado, insinuó que el desarrollo de la vacuna debería ser inmune a las leyes del mercado y desafectado de los derechos de patente que protegen la propiedad intelectual. En cualquier caso, la gravedad inaudita de la pandemia plantea un conflicto entre propiedad intelectual y la salud pública.
El año pasado, la farmacéutica multinacional Sanofi (de origen francés) anunció que daría prioridad a EE.UU. en la adjudicación, a lo que el ministro de Economía francés espetó que el “acceso privilegiado” para algunos países era “inaceptable”. A su vez, P. Hudson, el CEO del grupo, justificó el derecho prioritario de EE.UU. diciendo que “las tempranas inversiones en el programa de Sanofi” acreditan “el derecho a la mayor compra por adelantado”. Su argumento se centra en que, incluso tratándose de la salud, el repago de una inversión debería ser acorde con el riesgo incurrido.
Volvamos a Macron. Si al tildarla de bien humano universal aludía a su exención de la ley de propiedad intelectual, ¿qué incentivo real tendrían los laboratorios, los científicos y los técnicos, cuya experticia e investigación deben remunerarse, máxime en casos de esta naturaleza? En el caso hipotético (y poco realista) de que los Estados asuman los costos de investigación y desarrollo, ¿serían más o menos exitosos y eficientes que el sector privado? Dejemos de lado a China, donde el Estado es juez y parte. Su lógica capitalista es notoriamente distinta de la del resto del mundo y su desvergonzada opacidad fue denunciada por Macron mismo.
Pese a su irresistible allure moral, el discurso de Macron pone sobre el tapete dos visiones de la naturaleza humana, usualmente presentadas como contrapuestas. La primera tiende a confiar en la bondad humana y supone que tendemos dócilmente a la generosidad y la cooperación; la segunda cree que los humanos priorizamos el interés propio y el de los que nos rodean. El hombre natural despojado del lastre del refinamiento o de la hipocresía social es compasivo, como sostuvo Rousseau. O también: la naturaleza humana rectificada, sin el peso pecaminoso de la primera caída, tendería naturalmente al auxilio del prójimo, sin reclamar nada para sí. Tiene su grandeza moral, pero encierra una falacia. Cuando los proyectos políticos anclan en esta convicción, basta con un “incorruptible” Robespierre para arbitrar los medios propicios para conducir a los hombres a su mejor versión: una virtud compulsiva que se impone por las malas y rectifica.
Conocer cuál es “mi mejor” o “mi verdadero yo”, como advirtió Isaiah Berlin, podría conducir a “castigar rígidamente” a mi “naturaleza inferior”, sobre todo cuando ese yo superior se encarna en una entidad colectiva como “el Estado”. El discurso que pretende “justificar la coacción ejercida por algunos hombres sobre otros con el fin de elevarlos” surge del prejuicio de que es lícito “coaccionar(los) en nombre de algún fin (digamos, por ejemplo, la justicia o la salud pública)”. La mejor versión de nosotros mismos dejémosela a los pastores de almas, no a los políticos. Son más peligros que bendiciones lo que puede esperarse de un estilo que enmascara el paternalismo perverso con el amor a la humanidad.
Si naturalmente fuésemos más cooperativos que competitivos, las cosas serían harto más sencillas. David Hume sostuvo que somos “limitadamente generosos”. Algunos somos proclives a la filantropía y la entrega desinteresada, incluso a expensas del propio interés. Otros, más competitivos e interesados en nuestro progreso y el bienestar de nuestros amigos y familia. Despreciar esta visión de la condición humana como poco excelsa, desconocer el valor de la competencia o tildar de vicioso el autointerés sencillamente no es realista. Es un error creer que esas cualidades no revierten en beneficios comunitarios cuando están bien administradas.
La segunda visión es menos pretenciosa; concibe al hombre “tal cual es, no como debería ser”. No pregona reprimir el interés por sí mismo, ni propone extirpar las supuestas bajezas para así rectificarlo, sino conducirlas u orientarlas. Defiende con convicción ilustrada que un mínimo eficiente de control de esas tendencias al autointerés es infinitamente más prolífico para toda la comunidad que un ordenamiento compulsivo y asfixiante de los modos posibles de interacción humana.
Cierto es que la producción, comercialización y distribución meteórica de la vacuna es un negocio de envergadura sideral en donde todos los actores concernidos ganan (no solo en salud). Lejos de pretender una defensa del laissez faire a ultranza, las teorías políticas del siglo XVIII nos ayudan a ponderar con discernimiento el valor de proclamas como las de Macron. Lo que a primera vista es un reclamo irreprochable que apela a nuestros “sentimientos fraternos” de pertenencia a la humanidad podría no ser más que una naïve expresión de deseo, que enuncia lo que los humanos deberíamos ser, en desmedro de lo que somos.