Lo que aprendí de las paredes
Las incripciones en los muros porteños con las que uno se cruza azarosamente pueden traer consigo enseñanzas que nos vuelven un poquito más sabios
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Sabemos, porque todos formamos parte de esta realidad, que vivimos tiempos trepidantes, que suelen dejar poco espacio para la reflexión. Sin embargo, todavía es posible tomarnos un momento en medio del caos cotidiano para aprender algo nuevo. Y si se pone voluntad, hay enseñanzas en todas partes. En la ciudad de Buenos Aires, incluso, estas lecciones pueden estar sobre sus paredes. Así es que voy a hablar aquí no solo de una, sino de dos cosas que aprendí en la lectura casual de determinados muros porteños.
En primer lugar, me encontré con una inscripción desconocida en lo alto de un edificio de dos pisos sobre la avenida Boedo, muy cerca de la tanguera intersección con San Juan. Allí, sobre una fachada de estilo neorrenacentista y arriba de cada una de las tres ventanas de la planta alta se leía una palabra diferente. En latín. Sobre la primera apertura decía “Labor”, “Omnia”, arriba de la segunda y “Vincit”, sobre la tercera.
Yo podría en este momento fingir una erudición de la que carezco para revelar el significado de estos términos, pero prefiero atenerme a la verdad y confesar que no tenía la menor idea de lo que acababa de leer. Para colmo, cuando le pregunté a mi señora, graduada en letras, ella sí sabía lo que significaban esas palabras (que hacían una frase) y me hizo sentir doblemente ignorante. “¿No tuviste latín en el secundario?”, me dijo primero (la verdad que no, no tuve). Y, de inmediato, me desasnó: “La frase quiere decir ‘El trabajo todo lo puede o todo lo vence’, y corresponde al libro Geórgicas, de Virgilio”.
En mi caso, sabía que Virgilio era un poeta romano, que vivió poco tiempo antes de Cristo (esto lo googleé), que escribió La Eneida y que, en la ficción, fue el personaje que acompañó a Dante Alighieri en su descenso al infierno en La Divina Comedia. Pero jamás en la vida había escuchado esa frase suya, que es una especie de exaltación de las virtudes del trabajo, y que con los años se convirtió en lema de infinidad de instituciones, banderas y escudos alrededor del mundo.
Mientras me embargaba la agridulce sensación de aprender algo nuevo y de sentirme, a la vez, un ígnaro, pude imaginar a esa persona que construyó la vivienda sobre Boedo, seguramente un inmigrante italiano, entusiasmado con la idea de plasmar la frase de Virgilio sobre su fachada, como una innegociable regla para su vida y la de sus descendientes.
Y la otra cosa que me enseñaron las paredes porteñas es una sola palabrita, escrita modestamente, junto a otros productos en venta, en el frente de un almacén de ramos generales (sí, todavía existen), en la calle Manuela Pedraza, en el barrio de Núñez.
En este caso, el término desconocido que leí con sorpresa mientras caminaba por allí es “quincallería”. Recurrí de inmediato a la RAE para saber de qué se trataba ese vocablo y, como pasa muchas veces, me quedé en ascuas al leer: “Negocio de quincallas”.
Pues bien, para cortar la intriga, si es que alguien la tenía, debo decir que “quincalla” es un “conjunto de objetos de metal, generalmente de escaso valor, como tijeras, dedales, imitaciones de joyas, etc.”. En una palabra, baratijas de metal, chatarra, fruslerías, según algunos de sus sinónimos.
Lo cierto es que, más allá de su significado, lo primero que noté es que quincallería era una palabra hermosa, con un sonido redondo, armónico. Entonces, descubrí que alguna vez, aunque no lo recordaba, la había leído. Y nada menos que en una obra monumental de la literatura argentina, el Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal.
Así las cosas, esa palabra escrita como al pasar en un almacén de ramos generales de Núñez, formaba parte de lo mejor de nuestras letras. Marechal la utilizó para describir la monotonía de las jornadas de su personaje Adán: “Siguiéronse días insonoros, que desfilaban como autómatas frente a mí, trayendo por la mañana y llevándose por la noche su vieja y manoseada quincallería”.
Definitivamente, no es cualquier cosa lo que nos enseñan las paredes porteñas. Joya, nunca quincalla.