Lo peor no es perder, sino no combatir
La recta final del ballottage opera como un gran proceso de simplificación: los candidatos, que comenzaron por ser varios, pocos días antes del comicio decisivo han terminado por ser dos. Scioli o Macri. Macri o Scioli. ¿Dará lo mismo?
Situados al principio en casilleros diferenciados, estos dos "finalistas" terminaron por parecerse mucho, quizá demasiado, entre sí: ¿cuál sería la razón para preferir a uno de ellos sobre el otro? ¿Estarán los votantes frente un dilema insoluble debido a la similitud entre sus dos opciones finales?
En principio, la similitud de las opciones parece apuntar hacia la homogeneidad de los votantes, en dirección de la uniformidad de sus preferencias. ¿Es esto bueno o malo? Es bueno en cuanto evita la polarización excesiva, que es el prólogo de la división nacional. Pero es malo en cuanto revela la chatura de ideas, la pobreza ideológica, el desvanecimiento de esa diversidad de la cual surgen el debate y la creatividad. En suma, ¿qué es preferible, la homogeneidad o la pasión por la diversidad?
Cabría evitar aquí la inclinación por los extremos. Una sociedad sin debates carecería de vitalidad. Pero a una sociedad en estado de confrontación le faltaría serenidad. ¿Cuál de estas dos sociedades es la nuestra? Una tercera opción parece demasiado cercana: una confrontación doblemente débil por la ausencia de contrastes enérgicos, bien diferenciados. Una confrontación en situación de anemia por la debilidad de las motivaciones. Es la marca de las naciones sin destino.
No queremos ser una nación indiferente. No queremos ser una nación a la que todo le dé lo mismo. Queremos ser una nación en marcha hacia un destino, aun cuando este destino esté sembrado de dificultades. Las dificultades caracterizan a la nación. Si identifica a las dificultades con su destino, recién entonces estará lista para albergar una historia, una misión.
Fue Toynbee quien identificó la historia de las naciones con la lógica "desafío-respuesta". Hay, así, tres clases de naciones. Las que no tienen desafíos dignos de mencionar. Las que los tienen y saben responder a ellos. Y las que los que los tienen pero sucumben ante ellos.
¿Cuál es el perfil, en este sentido, de nuestra nación? ¿Somos una nación indiferente, una nación esforzada pero derrotada o una nación exitosa?
Por supuesto, no queremos ser una nación derrotada ni tampoco queremos ser una nación que evite luchar por miedo a perder. La escala de nuestras preferencias debiera ser la siguiente: primero, luchar; después, ganar; después, combatir, y finalmente, perder. Porque lo peor en esta escala no es perder, sino no combatir, es decir, no vivir.
Lo primero que debiéramos buscar ante este dilema es combatir, pero pelear la buena batalla, la batalla digna de ser librada. Lo peor, quizás, es evitar las batallas, sobre todo las batallas dignas de ser libradas, nada más que por el temor de perderlas. Es que hay algo peor que perder las batallas: es huir delante de ellas.
Del desarrollo de estas líneas surge el principal problema que amenaza a los argentinos: el peligro de no ser en la historia. El peligro de no albergar desafíos. El riesgo de no contar en la historia. Un peligro para el cual estamos inclinados porque, hasta ahora, prácticamente, hemos sido ignorados por la historia. Y este desdén nos resultó cómodo, lo sentimos cual si fuera favorable.
El dilema de los argentinos de esta generación es, en suma, el dilema de ser sin tener que esforzarnos. Más que un dilema, es una tentación.
Los países que han llegado a la grandeza tuvieron que enfrentar grandes dificultades. No las ha tenido que enfrentar el nuestro. Pero esta debilidad de las dificultades, ¿en definitiva fue un privilegio o, como decíamos, una tentación?
A partir de aquí caben dos caminos. Uno, el más fácil, es seguir como hasta ahora, en un suerte de dorada mediocridad. El otro es empujar, para que la historia se anime a entrar. Los argentinos estamos frente a la tentación de la irrelevancia. Es una tentación confortable. También es una tentación que no lleva a ninguna parte. En respuesta a ella sobrevive todavía el ideal sanmartiniano: serás lo que debas ser y si no, no serás nada.
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