Lo mejor es que al Gobierno le vaya bien
Se cumple un semestre del actual gobierno y es menester una reflexión. Partamos de dos premisas para despejar dudas arteras: lo mejor que le puede pasar a la Argentina es que al Gobierno le vaya bien, y el modelo que primó durante los últimos veinte años, ese que llevó, entre otras delicias, a la pobreza y a una economía desahuciada, está agotado.
Pero toca mirar para adelante, y la mayor preocupación se puede expresar en una frase: desdén por el Estado de Derecho, que desnuda un relato lleno de antinomias, ilusiones e imposibilidades. El argumento de lucha contra la casta parece un caballo de Troya con un fin más grave, premeditado o no.
Estos seis meses dejaron indicios que revelan señales de alarma. Empecemos por la división de poderes: el discurso inaugural de sesiones fuera del Congreso y dándole la espalda fue mucho más que un stand up show de poca consistencia conceptual: fue un mensaje nítido al otro poder político del Estado, en clave de se someten o no cuentan.
Sigamos con la libertad de expresión. Una verba destemplada, impropia en el ejercicio del poder por el desbalance natural respecto del otro que está en la intemperie se dirigió arteramente contra periodistas y economistas. Siguió un despliegue de apoyo planificado en las redes, en la misma sintonía: se someten o callan.
Volvamos a la independencia de poderes. La propuesta para ocupar lugares vacíos y todavía llenos en la Corte Suprema dejó entrever la mirada sobre el Poder Judicial: los justificativos chabacanos y plenos de molicie intelectual, junto a la sugerencia de un acuerdo político de la peor clase con los supuestos adversarios, dejaron todo en evidencia. Otra vez, pero ahora al máximo tribunal: se someten o no cuentan.
Vamos a la cláusula del progreso de la Constitución, puntualmente a la ansiada inversión. Entre viajes desprovistos de armado diplomático y peleas inexplicables con países históricamente más que amigos, se procrastinó sin estrategia descifrable una sentencia condenatoria de 16.000 millones de dólares; y en una negociación de rendición en el Senado, el proyecto de Ley Bases modificó la estabilidad fiscal minera, que permitió (y debiera permitir) el desarrollo de un sector clave para salir de la recesión. El mensaje al inversor, entre líneas de un ajuste sin precedentes y propuestas impropias de emplazamientos jurisdiccionales fuera del país: vengan e inviertan, pero con la inestabilidad de mis caprichos e impericia.
El problema, como se puede ver, es que no alcanza con un ajuste ni con ordenar las finanzas. El Estado de Derecho y sus instituciones tienen por fin hacer primar la regla de oro kantiana de la razón en el ejercicio del poder. Son mucho más que un hecho: son una exigencia política, una decisión moral para asegurar la igualdad ante la ley, en el sentido de mismo trato y mismos derechos; imparcialidad, que limite el abuso del poder; tolerancia, que respete la opinión del otro, que sea capaz de aceptar y aprender de la crítica; y responsabilidad, por aquello no solo de escuchar sino también de responder y explicar.
Esta es la clave de bóveda que asegura que no se instalen los irracionalismos, los dogmas propios de los populismos, tanto de izquierdas como de derechas. Ambos pecan de lo mismo: como no entienden otras razones, ni las quieren escuchar, tienen esa tendencia al desprecio por el Estado de Derecho. Las alarmas de hogaño son las mismas que las de antaño. Gracias a las instituciones, el resultado está todavía abierto; por las dudas, no repitamos el error.