Lo mejor aún queda por hacer
La nuestra es una democracia demasiado inmadura para la edad que tiene: las normas no logran imponerse a las coyunturas, el intento de reelección se reitera junto a la pesadilla del partido único, los hombres han sido más fuertes que las instituciones. Falta asumir el valor de la alternancia y la estabilidad de los partidos que contengan disidentes. Por otro lado, la debilidad de las ideas deja lugar a la obsecuencia y la corrupción, y los oficialismos son tan soberbios como pasajeros. No somos capaces de pensar políticas de Estado, de modo que la sensación mayoritaria pasa por un sentimiento de frustración. La dirigencia vive en deuda con la sociedad; las veleidades fundacionales instalan el infantilismo en el lugar que debiera ocupar la madurez. No logramos transitar un camino que acumule aciertos, sino un sendero sinuoso que hilvana fracasos; mientras, la referencia a la dictadura agobia como un ancla que impide apostar al futuro. La misma vigencia del peronismo como memoria de los votantes marca la impotencia de la dirigencia para imponer una agenda del futuro; la política no logra que sus actores forjen prestigio social. La sociedad está recién ahora involucrándose en la política. Ayer los candidatos surgían de provincias feudales como La Rioja o Santa Cruz; hoy adquieren importancia los que representan provincias centrales. Al tiempo que un izquierdismo infantil, incapaz de triunfar, se conforma con debilitar al capitalismo, sembramos odio y resentimiento, dividimos y degradamos la sociedad, haciendo que buscar culpables sustituya el hacerse responsable. Sin embargo, vienen tiempos distintos, sin salvadores, con políticos menos pretenciosos y capaces de compartir el poder. Viene un futuro con gobiernos más débiles, pero también más necesitados de acuerdos. El tiempo del diálogo y el respeto, de las coaliciones sin grandes jefes. De una democracia y una ciudadanía más fuertes que sus gobernantes. Lo mejor es lo que nos queda por hacer.