Lo grande se hizo pequeño
Es propio de Dios no estar abarcado por lo más grande, pero, al mismo tiempo, dejarse contener en lo más pequeño. Esta afirmación se encuentra en una frase divulgada por el poeta alemán Friedrich Hölderlin. La evocó en el fragmento Thalia del año 1794 y la citó como epígrafe de su novela Hyperion. Él creía que era una sentencia grabada en la tumba de San Ignacio de Loyola. Probablemente la descubrió cuando estudió teología. La empleó para mostrar la paradoja que hay entre la pequeñez y la grandeza del hombre.
Luego, su antiguo compañero de estudios, el gran filósofo Georg Hegel, expuso en su Fenomenología del Espíritu el arduo camino que atraviesa la conciencia hasta manifestar el Reino de Dios en el soñado Saber Absoluto. Al pensar el misterio de Cristo expresó que "lo más bajo es, por eso mismo y al mismo tiempo, lo más alto". Hegel, un cristiano de confesión luterana, quiso salvar el núcleo de la fe ante el racionalismo y el pietismo de su época, pero lo encerró en su propio sistema conceptual.
En verdad, aquella frase pertenece a un elogio conmemorativo de San Ignacio. Fue compuesta por un jesuita anónimo y figura en un texto editado en 1640 en Amberes para el primer centenario de la Compañía de Jesús. Señala el contraste entre la pequeñez de la tumba, donde yace el cuerpo del santo, y la grandeza de su espíritu, capaz de conciliar lo humano y lo divino.
Más allá de esta historia y de aquella interpretación, los cristianos creemos que Dios, siempre mayor, se hizo en Jesús el Dios siempre menor. Jesucristo muestra la verdad de esta paradoja: Dios no está abarcado en lo más grande y, sin embargo, por su amor, se entraña en lo más pequeño. Un gran pensador, el jesuita Gastón Fessard, escribió que la fe expresa una divina síntesis de contrarios. Es la paradoja de las paradojas: en Jesús, el Máximo se hizo Mínimo.
En 1967, a los 40 años, Joseph Ratzinger -luego Benedicto XVI- publicó su magistral obra Introducción al cristianismo. Allí evocó la sabia máxima jesuítica y la comentó diciendo que, si dejamos ingresar en el mundo el amor divino, "lo mínimo se vuelve máximo". La lógica del amor supera la estrechez geométrica: hace grande lo pequeño y pequeño lo grande.
En 1981, a los 45 años, Jorge Bergoglio -hoy Francisco- publicó una reflexión titulada "Conducir en lo grande y en lo pequeño". Allí evocó la misma sentencia para mostrar un modo de sentir propio del corazón de Dios, que valora los pequeños gestos de amor inspirados en los grandes horizontes del Reino de Dios. Esta forma de actuar procura discernir y hacer lo que más conduce a la unión con Dios. Es el famoso magis de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. El fundador de la mínima Compañía de Jesús, que enseñó a contemplar el nacimiento del Niño Jesús, también movió a hacer todo para la mayor gloria de Dios. De esta mirada brota la capacidad de expresar un gran amor en un gesto muy pequeño.
En 2014 volvemos a escuchar esta confesión de fe convertida en una oración navideña: "Tú, que siendo fuerte te hiciste débil; Tú, que siendo rico te hiciste pobre; Tú, que siendo grande te hiciste pequeño". La humildad del Dios, que se hizo chiquito, desafía a quienes se engrandecen a sí mismos y, para eso, descartan a los demás. Cristo, achicado en el pesebre y en la cruz, se muestra en los más chiquitos. En pleno siglo XVI, Bartolomé de las Casas, el gran defensor de los cristos azotados de las Indias, decía: "Dios tiene la memoria muy reciente y muy viva del más chiquito y del más olvidado". Dios, en su memoria amorosa, nunca olvida a los excluidos por la cultura del descarte, a los que son pobres para el mundo pero ricos en la fe.
En el canto del Magnificat, la Virgen María agradece a Dios porque miró su pequeñez, manifestó la misericordia a su pueblo, derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes.
Los que se endiosan a sí mismos e idolatran su poder infligen inmensos sufrimientos y humillaciones a los otros seres humanos. Algún día caerán, como cayeron los emperadores antiguos y los dictadores modernos. Por el contrario, el pesebre de Belén nos invita a ingresar en una lógica distinta para mirar y transformar el mundo: el más humilde y el más pobre hace presente al Dios hecho Niño. Es el poder del pequeño, el menor, el mínimo. Esta sabiduría de la humildad invita a hacerse pequeño sin caer en pequeñeces y aspirar a cosas grandes sin agrandarse. Trae esa nobleza que supera la soberbia y esa sencillez que aleja la mezquindad.
El 12 de diciembre, el papa Francisco celebró la fiesta de la Virgen de Guadalupe. En la liturgia se interpretó la Misa criolla, que cumplió medio siglo. En su homilía, evocando las bienaventuranzas, dijo: "A su luz nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz".
En la Navidad resuena el anuncio de una gran alegría: "Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre".
Por cierto, una mamá embarazada es un signo de esperanza y un bebe recién nacido es causa de alegría. Pero el Niño Dios, nacido hace dos milenios en la periferia del mundo, es la fuente de la mayor alegría de la historia. Lo cantaba un texto de la obra Navidad nuestra, también compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna. "Dos mil años hace / que ha nacido Dios / el mundo está viejo / pero el Niño no."
Este Niño es la verdadera novedad que hace nacer y renacer la alegría. Con este gozo se puede cantar la gloria de Dios para buscar la paz en la Tierra. Ésta es la revolución de la ternura que comenzó en la noche buena de Belén. El más grande, que se hizo el más pequeño, trae la esperanza de cambiar el corazón y transformar el poder en servicio y la violencia en paz.
El autor, sacerdote, es profesor en la Facultad de Teología de la UCA y miembro de la Comisión Teológica Internacional