Llorar a Senna
Lo imagino saliendo del auto por sus propios medios y saludando al público con el pulgar en alto
Aquel domingo no vi la carrera porque me había acostado tarde y me quedé dormido. Cuando me enteré, no lo podía creer; y cuando vi el accidente comencé a llorar como un nene, como aquel sábado de octubre de 1981 en el que Carlos Reutemann perdió el campeonato en Las Vegas frente a Nelson Piquet.
Para ser sincero, Ayrton Senna me fue ganando de a poco, porque me identifico más con los pilotos mentales, tipo Lauda, Prost, que con los temperamentales; y aparte era brasileño, nuestros eternos rivales en todo. Pero con el paso del tiempo, como todos, terminé rendido a sus pies.
La F1 me apasiona desde chico, particularmente desde que mi viejo cedió a mis ruegos y decidió gastarse unos buenos pesos, que no le sobraban, para ir juntos al Gran Premio argentino de 1977. El primero de los nueve que, casi religiosamente, presencié cada vez que la F1 llegó al país. Del 77 al 81, con Reutemann como máxima deidad, aunque sin dejar de rendirle pleitesía a Lauda, Fittipaldi, Hunt, Peterson, Andretti, Villeneuve padre y otros dioses de la velocidad.
A Senna nunca lo vi correr personalmente porque murió un año antes de que la categoría volviera a la Argentina tras una prolongada ausencia. Sin embargo, en ese GP de 1995, de alguna manera, también estuvo presente. Aunque más no sea, desde su ausencia, desde ese enorme y doloroso vacío que su muerte dejó por años entre los feligreses de la F1.
Cada vez que observo ese sutil, ese casi imperceptible y último movimiento de la cabeza de Senna sobre su destruido Williams en la curva Tamburello, me aferro a él, quiero creer que no es el último y lo imagino saliendo del auto por sus propios medios
Aún recuerdo cuando, en los días previos a la carrera, el público, de a poco, empezó a corear su nombre por la tardanza de los pilotos en salir a pista debido a la torrencial lluvia que cayó ese fin de semana. Todo empezó tímidamente, diría, en la tribuna semitechada que está frente a boxes, pero al ver que los autos seguían guardados, gradualmente se fueron sumando los fans de los sectores más alejados, donde la lluvia golpeaba impiadosa y el viento desvencijaba cuanto paraguas se atrevía a desafiarla. Hasta que ese inicial "Sennaaa, Sennaaa", que aludía a sus hazañas bajo la lluvia, mutó en un rotundo "cagones, cagones"; y los jefes de equipo -sea por la impaciencia del público o porque el aguacero se tomó un recreo- ordenaron entrar en acción.
Como sea, yo, que ya estaba emocionado por la vuelta de la F1 y porque se me había cumplido el sueño del pibe de ir acreditado a un Gran Premio, no pude contenerme al escuchar corear el nombre del paulista, y en plena sala de prensa, me largué a llorar. Fue la segunda vez que lloré por Ayrton. La segunda de varias más.
Hace unos años, cuando vi Senna, la película, un gran documental de 2010, me di cuenta de que no veía el accidente de Ayrton en Imola desde 1994. Y cuando lo noté, supe de inmediato el por qué de esa larga abstinencia. Y lo confirmo cada vez que vuelvo a ver el inicio de esa fatídica séptima vuelta.
Obviamente, ya conozco el final, lo sé desde hace 20 años, pero cada vez que observo ese sutil, ese casi imperceptible y último movimiento de la cabeza de Senna sobre su destruido Williams en la curva Tamburello, me aferro a él, quiero creer que no es el último y lo imagino saliendo del auto por sus propios medios y saludando al público con el pulgar en alto. Pero no. Ayrton sigue allí, inmóvil, con los médicos sacándolo del habitáculo, luego auxiliándolo sobre el piso, hasta que el helicóptero despega y se eleva hacia el cielo, como su alma. Y así y todo, me resisto, me pregunto por qué justo a él, que decía hablar con Dios y al que se encomendaba en los momentos más difíciles. Y como no encuentro respuesta, una y otra vez, se me empañan los ojos.