Llega la hora de la verdad
Anunciada la realización del debate presidencial que, por lo pronto, expondrá a Daniel Scioli y Mauricio Macri al desafío de persuadir a los cinco millones de electores que depositaron su confianza en Sergio Massa, la ocasión resulta propicia para pedir que se nos hable a los ojos, como adultos que somos, sin retacearnos la información del sacrificio, la dimensión real de nuestras dificultades.
Desde el déficit fiscal hasta el abastecimiento energético. Desde la pobreza estructural hasta la calidad educativa. Y el avance del narcotráfico, la corrupción institucionalizada, la inflación, las abatidas economías regionales, el atraso cambiario, la adulteración de las estadísticas oficiales, el frente abierto con los holdouts, la relación con nuestros vecinos y, en general, con el mundo? También se requerirá firmeza e imaginación para reformar un Estado que ha crecido en proporciones exorbitantes disimulando el desempleo, pagando favores y silencios, y politizando lo que debió despolitizarse. La solución no será gratuita ni indolora en ningún caso.
Sin reservas monetarias y aun con escasas reservas morales, deberemos aprender a decir no y a componer el alarmante de-sajuste entre los dichos y los hechos que todas las demagogias provocan. Escogeremos de este modo la senda de una normalidad sin ilusiones que no parece ser la elegida por quienes, habiendo soportado tantos maltratos, no se resuelven a alzar vuelo propio con propuestas que expresen con franqueza lo que se piensa y conversa en privado. ¿O acaso alguien puede de veras pensar que por callar públicamente se desconocen las condiciones en que se encuentra el país a días nomás de renovar sus autoridades?
Pero una cosa son los actores, otra el decorado y otra finalmente lo que se arguye detrás de la escena. Y como detrás de la escena está la realidad, sería mejor sincerarse a tiempo con miras a restablecer algunos significados e introducir -siguiera gradualmente- el lenguaje de la veracidad en el ejercicio de la vida pública y una mayor credibilidad en las instituciones. Parafraseando a Camus, si los listos son los que tienen razón, también tendremos que aprender a equivocarnos. Para liberarnos de los mesianismos e instalar entre nosotros el sentido del límite. Para dar vuelta la página del resentimiento y, con responsabilidad cívica, comenzar a escribir otra que nos dignifique.
Es cierto: quisieron conquistar todo y quizás aspiren a regresar pronto para consumar su obra. Sin embargo, como acaba de comprobarse, nos queda todavía la soledad del cuarto oscuro, es decir, el derecho a participar de la soberanía que, junto con la libertad de opinión, nos permiten canalizar nuestros disentimientos y defender preventivamente esa parte de nosotros que no les pertenece, la que no se rindió a la tentación de la unanimidad ni se dejó pisotear, ni se avino tampoco a ser neutral en la elección de nuestros fines colectivos. La que el domingo dijo no a la ramplonería y a una manera de concebir la política como campo de antinomias y prepotencia.
¿Era necesario terminar así? ¿Valió la pena sembrar tanta discordia? ¿De qué sirvieron las reiteradas muestras de autosuficiencia, los discursos aleccionadores proferidos aquí y allá y tantos arranques de autoridad? ¿Debimos creerles cuando nos aseguraron que todo estaba cuidadosamente estudiado? ¿Nada quedó librado al azar? ¿Es ceguera voluntaria, o acaso ignorancia, lo que nos impide apreciar las proezas de estos años, esas grandes transformaciones que una épica fundacional contribuyó a hacer valer desde el atril, un eficaz aparato comunicacional y una inteligencia movilizada? ¿No será que tanta impunidad y tanto encubrimiento terminaron ocultando a los ojos de muchos hasta los logros?
"Cuando las predicciones se derrumban -decía nuevamente Camus-, queda la profecía como única esperanza." Pero lo decía a sabiendas de que las profecías no pueden permanecer aplazadas a perpetuidad, sobre todo cuando se cuentan por miles o aun millones los que esperan algo más que paliativos. Y en nuestro caso, resulta alentador que también las profecías se derrumben por el peso mismo de la verdad desnuda que, con un poco de suerte, terminará reemplazando a la propaganda y la tergiversación.
Gane quien gane, no nos espera el paraíso sino el purgatorio, donde podremos expiar nuestros desaciertos, auscultar el propio corazón y, de paso, moderar nuestras expectativas. Ni Scioli ni Macri lo ignoran. A uno de los dos le tocará anunciarlo y evitar que esa estancia, durante la cual nuestra democracia y nuestra economía podrán mirarse al espejo, se prolongue innecesariamente en el tiempo.
Profesor universitario de teoría política
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