Literatura y desastre. Obras que se animan a narrar lo peor
Distintos autores, de Curzio Malaparte a Svetlana Alexiévich, demuestran que las catástrofes humanas más impensables, de los crímenes de la Segunda Guerra Mundial a Chernóbil, pueden también abordarse con sensibilidad e inteligencia
En un lapso de poco más de dos meses, más de 27 mil personas murieron en Italia por la epidemia de coronavirus, mientras que los detalles sobre los hospitales y las morgues son tan macabros que los trabajadores de la salud ya hablan sobre el estrés postraumático que van a arrastrar incluso cuando la epidemia sea controlada. Pero si la historia prueba algo, es que siempre existe un registro de algo peor.
Hace apenas 77 años, cuando los Aliados invadieron Italia para seguir su camino hacia Berlín en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial, 20 mil civiles murieron a causa de los bombardeos sobre la ciudad de Foggia, en la región de Apulia, como parte de lo que se conoció como la Operación Husky. Sin embargo, Foggia fue apenas una entre las muchas ciudades (como Siracusa, Catania o Nápoles, en la que murieron otros 25 mil inocentes) donde la población civil fue aniquilada.
Como ahora, la muerte acechaba y tras sus huellas, como si escondiera el porvenir de una generación de vencidos, andaba Curzio Malaparte, que se preguntaba en La piel, publicado recién en 1949, si era posible saber lo que pensaba un muerto: "Todo el mundo sabe lo egoísta que es la raza de los muertos. No hay más que ellos en el mundo, los demás no cuentan. Son celosos, están llenos de envidia y lo perdonan todo menos que se esté vivo".
Las crónicas de Malaparte habían empezado en el Frente de Europa Oriental, cuando combinaba su corresponsalía para el Corriere della Sera con las tareas como diplomático para escribir Kaputt (1944), un libro que demuestra que no existe calamidad alguna que esté por encima de la representación del arte literario. Sus viñetas van desde la crueldad nazi y los abusos estadounidenses sobre las mujeres y los chicos napolitanos hasta la tragedia muda de los miles de caballos y perros arrastrados al frente de batalla para luchar en nombre de sus amos. Una escena basta para descubrir el tono general: al intentar ubicar a un amigo en Rumania, Malaparte abre un vagón de prisioneros y el alud de cadáveres asfixiados que se acumula de repente sobre las vías es tal que los muertos parecen huir "cayendo a racimos, con todo su peso, como si fueran estatuas de cemento".
En medio de una muerte multiplicada como la peste, como Malaparte pretendía llamar a La piel antes del éxito de la novela de Albert Camus, los civiles arrasados por las bombas aliadas son tantos ("destrozados, desmembrados, irreconocibles") que los soldados se alquilan a particulares para retirar los escombros y recuperar lo que se pueda.
A la distancia, sin embargo, ni Kaputt ni La piel pueden medir sobre ninguna absurda balanza de sentido las cifras de los muertos de ayer y de hoy (ni tampoco distribuir la piedad que unos u otros merecen), pero sí son particularmente didácticos acerca del hecho de que aún las peores catástrofes pueden ser bien pensadas y narradas cuando sus testigos cuentan con la inteligencia y la sensibilidad necesarias.
Una sombra semejante recorre Alemania, donde los muertos por la epidemia actual se registran en poco más de seis mil. Sin embargo, en la misma época en que Malaparte presenciaba el paso de los Aliados por Italia, en el otro extremo de Europa, sobre Berlín, Núremberg, Colonia y Dresde, comenzaban a caer miles de toneladas de bombas incendiarias. A partir de esa masacre, en la que se consumieron, al menos, medio millón de vidas inocentes, el alemán W. G. Sebald publicaría en 1999 Sobre la historia natural de la destrucción, un intento de "reconstruir los silencios y entender la forzosa sobrecarga y paralización de la capacidad de pensar y sentir de los que consiguieron salvarse".
El asunto, otra vez, era superar la parálisis del horror y oír qué nos dice el triunfo de la muerte. ¿Y esa no es una inquietud parecida a la que ahora, en formato de "guerra sanitaria", mantiene despiertos a quienes llevan la cuenta de más de 24 mil muertes en España, 26 mil en el Reino Unido o 60 mil en Estados Unidos? Al dejar por un momento de lado la cuestión de los responsables del genocidio, Sebald se anima incluso a una hipótesis sobre el cambio que opera entre los vivos: su vida emocional, de repente, es prescindible.
¿Pero volvernos menos sensibles significa hacernos más inteligentes? Al ubicar esta discusión en Chernóbil, "el acontecimiento más importante del siglo XX a pesar de las terribles guerras y revoluciones", Svetlana Alexiévich, la autora de Voces de Chernóbil y premio Nobel de Literatura, también se preguntaba en 2005, dos décadas después del desastre nuclear en la Unión Soviética, de qué había que dar testimonio. ¿Del pasado o del futuro? ¿Del inicio de "una nueva historia", como insisten frente a la pandemia varios filósofos? De un modo u otro, la pregunta central insistía en explorar lo que somos capaces de entender en medio de la catástrofe, y como si fuera una advertencia para quienes ayer (y hoy) creían que esto se limitaba a llevar un diario íntimo, Alexiévich escribía que "es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror?".
Tal vez ayude volver por última vez a la Segunda Guerra Mundial y fijarse en otro premio Nobel, el francés Patrick Modiano, autor, entre tantos libros sobre el tema, de la serie de novelas reunidas en Trilogía de la ocupación, para ver hasta qué punto la memoria humana funciona a media luz entre lo sensible y lo inteligible cuando se enfrenta a lo peor. ¿Acaso la Ocupación nazi que marcó la vida entre clandestina y colaboracionista de su padre no era, al fin y al cabo, el reflejo de la experiencia más auténtica de toda Francia? "Pero no hay que hablar en lugar de los demás y siempre me ha resultado violento romper los silencios, incluso cuando duelen", escribe Modiano con ligera ironía en Un pedigrí.
¿Consuela representar la catástrofe? Pretender que la literatura obstaculice la presencia del horror sería ingenuo. ¿No sería más sensato aceptar que el absurdo del horror es tan ineludible como inevitable? Como en los mejores cuadros de Pieter Brueghel el Viejo, lo que estos libros dicen es que los hombres son diminutos en comparación con la naturaleza, sobre todo con la propia naturaleza humana.
TRILOGÍA DE LA OCUPACIÓN
Patrick Modiano
Anagrama
Trad.: M. T. Gallego Urrutia
376 págs./ $ 2150
VOCES DE CHERNÓBIL
Svetlana Alexiévich
Debate
Trad.: R. San Vicente
406 págs./ $ 1249